Eleonora Rabinovich, Ana Lucía Magrini y Omar Rincón (eds.)

“Vamos a Portarnos Mal”. Protesta Social y Libertad de Expresión en América Latina

Bogotá: Fundación Friedrich Ebert, 2011, 342 p.

 

Reseñado por Marco Navas Alvear

Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador

 

 

“Vamos a portarnos mal” es un texto que nos invita a pensar críticamente acerca del fenómeno de la protesta social en América Latina, combinando la perspectiva académica y la periodística. Desde la perspectiva académica, el libro cuenta al inicio con dos textos introductorios: el de Eleonora Rabinovich, “Protesta, derechos y libertad de expresión” y el de Ana Magrini, “La efervescencia de la protesta social. De luchas, demandas, narrativas y estéticas populares”. Luego, se presentan dos entrevistas a los relatores de libertad de expresión de la ONU, Frank La Rue, y de la OEA, Catalina Botero. Desde lo periodístico, vienen finalmente 17 relatos con historias sobre protesta, presentados por comunicadores de igual número de países, algunos de ellos vinculados a la lucha social. Los testimonios provienen de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala, República Dominicana y México.

 

Sobre la parte periodística hay que resaltar que, aún con el riesgo de todo texto periodístico de quedarse en la descripción o la coyuntura, esta colección de relatos ofrece un sinnúmero de experiencias de la diversidad constitutiva de la realidad latinoamericana. Algunas historias se centran en la lucha en torno a problemas públicos como la paz en Colombia, el TLC centroamericano en Costa Rica o el extractivismo minero en Perú. Un segundo grupo de historias destaca el rol de actores emergentes como el pueblo Mapuche en Chile, los Piqueteros en Argentina, los Sem Terra en Brasil o los medios comunitarios en Honduras. Un tercer grupo aborda los nuevos escenarios de protesta social en aquellos países que – como Bolivia, Ecuador, Venezuela y Nicaragua – cuentan con gobiernos de izquierda. Estos relatos ofrecen, en suma, interesantes cortes de la realidad actual y testimonian especialmente las luchas por los derechos frente a Estados que – en muchas ocasiones – optan por criminalizar estas expresiones.

 

La parte periodística tiene su correlato con la parte analítica del libro que se ubica en la primera sección. Ambas son complementarias. Así, el artículo de Rabinovich propone abordar diversas cuestiones que se integran en el fenómeno de la protesta desde la perspectiva de los derechos, comenzando por el sentido y alcance de la libertad de expresión, incluyendo la protesta. Luego, la autora trata sobre los derechos de los grupos más desfavorecidos en torno al conflicto social, indagando sobre los usos y regulaciones del espacio público en la región, y mencionando, al efecto, doctrinas relevantes del derecho comparado. La parte final, propone un marco de interpretación de la protesta social en función de los estándares de libertad de expresión del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, favorable a integrar diversas expresiones – aún las que pueden tener características violentas – dentro de las formas protegidas por éste (18-19). El texto aporta, en suma, elementos importantes para comprender a la protesta como un derecho y sirve para leer las experiencias periodísticas presentadas luego desde esa óptica. Es un texto de necesaria lectura para quienes ejercen la protesta, pero sobre todo para quienes desde el Estado están llamados a procesar esas expresiones.

En coincidencia con lo expresado por Rabinovich, hemos mencionado ya que la participación y los derechos de la comunicación son “derechos eje”, porque cruzan transversalmente la mayor parte de constituciones actuales y permiten ejercer otros derechos. En similar forma se construye la argumentación en este texto, mostrando este encadenamiento entre varios derechos; desde lo esencial que resulta la protesta para la democracia. ¡Esta es la idea fuerza que aporta el texto!

 

El texto de Magrini presenta un panorama actual de la protesta en América Latina, en el contexto de unos modelos de política y comunicación en crisis, y de una serie de formas de conflicto que son marginalizadas y estigmatizadas. La autora ensaya un “mapa de la protesta social en la región” (31). Su texto intenta problematizar qué entendemos por protesta social y qué relaciones se establecen entre la protesta y los así llamados “nuevos movimientos sociales”, para luego abordar cómo es esta protesta en nuestra región: sus principales demandas, repertorios, formas y estéticas, la respuesta del Estado y cómo los medios de comunicación la representan.

 

La autora basa su análisis en la categoría de “hegemonía” – en la versión trabajada por E. Laclau y Ch. Mouffe, y los aportes de J. Martín Barbero – para cuestionar regímenes democráticos restringidos, no sólo en cuanto a su aparataje político, sino también mediático. La inclusión de categorías comunicativas como parte de una teoría crítica – de tradición frankfurtiana – ha sido frecuente para analizar la emergencia de las formas de protesta. La autora sigue esta línea para analizar cómo la protesta se convierte en una categoría que se define “desde una zona gris entre las dinámicas de lo político y lo comunicativo” (33), para enunciar cómo este fenómeno expresa “una representación del conflicto dentro de las lógicas de la democracia” como “modo en que ciertos grupos e identidades colectivas luchan por hacer visibles sus demandas, sus repertorios y sus estéticas” (33).

 

Para estructurar su “mapa”, Magrini distingue dos dimensiones aludiendo a la finalidad de la protesta: la de las demandas concretas, asociada a la lógica de lo político, que se formulan “desde una carencia, ausencia, mala implementación o reivindicación de un derecho” (35). En otras palabras, aquellas que siguiendo a Nancy Fraser llamaríamos demandas de “redistribución”. La otra dimensión es simbólica, de transformación en el sentido o significado de un fenómeno social, comunicativo y político, y se ubica en el ámbito de lo que se denominaría como “reconocimiento”. Es en esta segunda dimensión, que a nuestro entender no necesariamente se presenta escindida de la primera, que se presentan una serie de relaciones constitutivas de la protesta: de acción colectiva al interior de quienes demandan y de relaciones entre el grupo demandante y la institucionalidad demandada. Si bien estas relaciones son advertidas por la autora, no las profundiza.

 

Magrini, luego, periodiza la protesta de acuerdo a cinco etapas que van desde la emergencia de “populismos históricos” en los años 50, pasando por las dictaduras, las redemocratizaciones, la etapa neoliberal hasta el actual momento, que denomina “de efervescencia de la protesta social y auge de los nuevos movimientos sociales” (37) y “demandas de tercera generación” (42). Susceptible de una mayor reflexión, es el intento que hace al autora de relacionar una serie de nuevas luchas ciudadanas – demandas medioambientales, democratización de la comunicación, demandas indígenas y de grupos de personas GLBTI (Gays, Lesbianas, Bisexuales, Trans e Intersexuales) – en la categoría de “nuevos movimientos sociales”. No en todos los países los movimientos sociales son ya tan “nuevos” y, en algunos, éstos son cuestionados por “formas insurgentes de lo público” – no tan articuladas como los primeros – resultando más en una amalgama compleja de espacios de protesta y resistencia que se traslapan entre sí. E, incluso, en otros países con presencia de gobiernos de “izquierdas”, los movimientos sociales han sido muchas veces cooptados por éstos. Justamente es allí, en esa riqueza de expresiones, donde gramáticas y estéticas tradicionales de la resistencia democrática como las movilizaciones, pueden convivir con otras relativamente nuevas como los ecraches y piquetes, las caminatas indígenas y la diversidad de campañas a través de las TIC. La autora menciona estas formas, pero omite una mayor caracterización respecto de las mismas – entre festivas y violentas, por ejemplo.

 

Las reacciones institucionales son el último punto que aborda la autora, ubicándolas en la dualidad entre antagonistas: Estado (con acento neoliberal) y medios de comunicación, versus movimientos sociales. La idea de que la protesta es central para la democracia – pero tanto gobiernos como medios intentan expulsarla – es el argumento de la autora. Siendo este argumento plausible, al análisis le hace falta abordar fenómenos muy actuales que se adhieren a la heterogeneidad propia de la región, como lo que sucede con los diversos gobiernos de “izquierdas”, muchos de los cuales han institucionalizado un régimen participativo, pero que despliegan dinámicas autoritarias hacia la protesta social. A los medios también se los ubica en un solo bloque y, si bien puede existir una tendencia a construir una “narrativa delictiva” de la protesta (47), habría sido interesante un análisis más fino que tome en cuenta las posiciones de los medios. Medios públicos y privados o comunitarios, no están en un solo bloque. Igual de estigmatizadores pueden ser los medios privados alineados con gobiernos, como los de Colombia o Chile, que medios gubernamentales de Argentina, Venezuela o Ecuador, al momento de procesar la disidencia contra esos regímenes.

 

Este libro es poco común por la combinación entre elementos analíticos y periodísticos. Allí lo más interesante, en la medida que el lector puede buscar la complementariedad. El elemento más contundente que nos muestra en conjunto, los relatos, los ensayos introductorios y las entrevistas que contiene este libro, es que más allá de una política y una comunicación institucionalizadas hay una serie de expresiones que luchan por visibilizarse, que se producen en las calles y que es necesario documentar y reconocer. Este libro, cuya lectura es amigable, invita a todo lector atraído por la actualidad latinoamericana, pero en particular a quienes desde una perspectiva académica buscan comprender mejor las expresiones contemporáneas de protesta social en la región.