Roland Spiller y Thomas Schreijäck (eds.) en cooperación con Pilar Mendoza, Elizabeth Rohr y Gerhard Strecker (2018):

Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración

Berlín: Peter Lang, 280 pp.

Reseña de Sebastián Pineda Buitrago

Universidad Iberoamericana Puebla

Los dieciséis capítulos reunidos en este libro colectivo, en menor o mayor grado, asumen la realidad social colombiana como una historia de los cambios de gobierno y de sus disposiciones legales. Son el resultado de las memorias del simposio “Memoria histórica, posconflicto y transmigración”, que se celebró en la Universidad Goethe de Frankfurt en mayo de 2017; es decir, poco después del plebiscito del 2 de octubre de 2016 sobre el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). De hecho, el resultado negativo de tal plebiscito es objeto de estudio por parte del primer capítulo del libro, “Entre el acuerdo y el desacuerdo: situación y perspectivas de paz en Colombia”, escrito por el sociólogo y economista alemán Lothar Witte. Para él, someter el Acuerdo de Paz a plebiscito fue innecesario. El entonces presidente de Colombia, Juan Manual Santos, gozaba de plena soberanía para instaurarlo. No convenció al electorado (a la plebe, de donde se desprende la palabra plebiscito) en parte por la despolitización del ciudadano colombiano y por la campaña en su contra liderada por el populista expresidente Álvaro Uribe, cuyo atemorizador mensaje fue “la paz llevará a Colombia al castrochavismo”. ¿Qué es el castrochavismo? Tanto Fidel Castro como Hugo Chávez ya habían fallecido en ٢٠١٦, pero su sombra llenaba de terror a muchos colombianos. El castrochavismo, y no la geopolítica del petróleo y el repliegue del imperialismo angloamericano, era el culpable de la debacle de Venezuela, y un acuerdo de paz con las FARC conduciría a Colombia por el mismo camino. Es de notar que en Colombia, a juicio de Witte, la doctrina bélica de Carl von Clausewitz (el estratega prusiano de la era napoleónica), “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, no aplica en sí misma. El conflicto colombiano no es necesariamente una racionalización de la guerra ni de la política. Es violencia a secas: defensa de un “orden social” fragmentado. El capítulo de Witte concluye con la tremenda desigualdad social colombiana: el 12.5 % del PIB está en manos de cinco familias, propietarias de los principales medios de comunicación, los cuales contribuyen a su vez a la despolitización del ciudadano.

El capítulo de Alejandro Reyes Posada, “Una paz negociada con reforma agraria”, desmiente que la guerra de guerrillas de baja intensidad haya servido para combatir la concentración de la propiedad en Colombia. Pues, por el contrario, la lucha contra la insurgencia guerrillera fue el pretexto perfecto para que la dirigencia colombiana se situara en una zona de confort, esto es, para que gozara de permanente protección militar. La figura del guerrillero colombiano, con la excepción del cura Camilo Torres en la década de 1960 y de Carlos Pizarro en la de 1980, nunca ha obtenido el halo romántico del Che Guevara en Cuba o Argentina ni la simpatía popular de Zapata o Villa en México. La gran equivocación de Santos, por lo tanto, estuvo en suponer que las FARC podían convertirse en partido político. Esta equivocación la confirma el capítulo de Günter Maihold en “¿Nacidos para gobernar? Las élites colombianas y el proceso de paz”. En él, Maihold demuestra que para escalar en la política colombiana se requiere estudiar en costosas universidades privadas, formar parte de una “aristocracia académica” y, consecuentemente, vivir en una especie de burbuja, sin ideas concretas de la realidad. Palabras más, palabras menos, el “elitista” Juan Manuel Santos (nieto del presidente Eduardo Santos) gobernó un “Estado imaginario”, incapaz de transformar el país precisamente por el desconocimiento de su realidad profunda. Esto aplica también para el ámbito jurídico. A juicio del capítulo de Kai Ambos y Susanna Aboueldah, “Juristas extranjeros en la Jurisdicción Especial para la Paz: ¿un nuevo concepto de amicus curiae?”, la Corte Constitucional colombiana no solo es demasiado nacionalista, sino que supone que la paz depende de la redacción exacta de una norma o una ley.

El capítulo más iluminador del libro acaso sea el de Matthias Kopp, “Cada quien con su cuento: los medios y el proceso de paz en Colombia”. A partir del capítulo de Kopp se puede deducir que las naciones modernas no son más que medios y redes, es decir, construcciones de intereses económicos que proporcionan a unos ciudadanos conectados (o en redes educativas o periodísticas) una ración de información audiovisual o letrada, cuyo contenido produce efectos de identidad a fuerza de deseos colectivos de muerte. La retórica del “fin del conflicto armado”, con la cual el expresidente Santos ganó el Nobel de Paz en 2016, no significó para Colombia el fin de la violencia. Agudizó más bien una tendencia informativa “independiente” o ajena a los medios hegemónicos. La derrota del plebiscito confirma, según Kopp, el fracaso comunicacional de la arrogante élite mediática colombiana que no advirtió cómo la información ya no se difunde de manera centrífuga, desde un emisor único hacia los receptores, sino que viaja por redes, guiada por algoritmos urdidos con fines comerciales. El ciudadano colombiano (el ciudadano en general) se ha convertido en el “usuario” de redes sociales y considera que su perfil es soberano. Este fenómeno (aunque Kopp no lo dice explícitamente) conlleva a la despolitización. Arroja la idea de que en el mundo exterior reina el caos y que el Estado es débil para defender al ciudadano, pues este (ya convertido en “usuario” de redes sociales) está más protegido en la individualidad de su pantalla, con lo cual se rinde sin luchar.

El ethos del campesino colombiano es analizado por la romanista alemana Verena Dolle en el capítulo “Terapia conversacional: la tenencia de la tierra en La oculta, de Héctor Abad Fasciolince”. A partir de esta última novela del escritor antioqueño Abad Faciolince (un periodista asociado a los hegemónicos medios de comunicación), Verena Dolle sugiere que la humildad y la pobreza, pero no la sumisión ni la obediencia, constituyen el ethos del campesino colombiano. Esto quiere decir que en el campesino colombiano domina cierto resentimiento contra las políticas de izquierda o “filo-comunistas”, ya que estas políticas suponen hasta cierto punto una sumisión y una obediencia al Estado como sumo organizador del bien común. Dado que aquel Estado nunca lo protegió contra el despojo y la acumulación primitiva permanente, ¿tiene el campesino colombiano una imposibilidad para simpatizar con políticas de izquierda? La pregunta no la formula en sí Abad Faciolince ni tampoco Verena Dolle, pero se puede argüir al observar que el “amor a la tierra” es, contrario a lo que se piensa, algo bastante escaso en Colombia, incluso entre su élite terrateniente. No hubo ni hay en Colombia algo parecido al Lebensraum (espacio vital) de los alemanes. Persiste más bien un “odio a la tierra”, que explicaría innumerables ecocidios y que está presente en la épica de Cien años de soledad: la condición tropical de Macondo es, desde los discursos de los naturalistas ilustrados del siglo XVIII, el culpable de la inferioridad de sus habitantes.

Además del de Verena Dolle, los dos penúltimos capítulos del libro ensayan una perspectiva de análisis a partir de ciertas obras literarias recientes. El capítulo de Katarzyna Moszczynska se titula “La (des)memoria, el amor y el poder del duelo en La multitud errante y Hot sur, de Laura Restrepo”. El de Roland Spiller, “El ángel y la pesadilla de la historia: La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince”. Es de notar en ambos ensayos que la literatura en ellos aparece como referencia y no como objeto de análisis. No hay una perspectiva filológica o de crítica literaria que supere los instrumentos (algunas veces inadecuados) de las ciencias sociales. La aplicación benjaminiana de Roland Spiller para interpretar las novelas de Vázquez y Faciolince habla más de su conocimiento de Benjamin que de la literatura colombiana.

En síntesis, en el grueso de los capítulos hay una uniformidad de opiniones sobre los tres conceptos básicos que encierra el título del libro: memoria histórica, ‘posconflicto’ y transmigración. Esto supone que el lector ha de darlos por sentado, aun cuando la funcionalidad y claridad de tales conceptos deje mucho que desear. ¿Qué son la “memoria histórica”, el “posconflicto” y la “transmigración”? La introducción del libro, en general, no arroja una respuesta clara. Tampoco hay un capítulo en sí que se ocupe de aclarar alguno de estos conceptos. Con todo, el libro da cabida a capítulos que no son propiamente producto de un rigor académico, sino de una performance documental y hasta personal. Es el caso de Helena Urán Bidegain, quien relata de primera mano el horror de la desaparición de su padre, un magistrado del Consejo de Estado, en la toma del Palacio de Justicia en 1985. Tampoco Helena Urán Bidegain se pone de acuerdo en explicarnos qué entiende por posconflicto ni por memoria histórica, pero sugiere que ambos conceptos obedecen a la retórica de la indignación. En consecuencia, el libro colectivo Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración no logra superar el mainstream (el lugar común) en torno al conflicto colombiano. No logra apropiarse de un vocabulario capaz de arrojar nuevos conceptos a partir de la praxis de la realidad social colombiana en la medida en que supone que dicha realidad es producto de una historia de los cambios de gobierno y de sus disposiciones legales. En otro volumen, una vez remansada la opinión sobre el plebiscito y con más claridad conceptual sobre el posconflicto, la memoria histórica y la transmigración, los autores del libro podrían concederle mayor interés a la historia cultural colombiana. Esta última no es otra cosa que la historia de las mentalidades, fuente de vocabulario e imágenes para la praxis sociológica.