Representaciones de la trata sexual de mujeres en contextos neoliberales: el papel de los productos culturales en la operación del dispositivo antitrata mexicano.

Luz del Carmen Jiménez Portilla

Centro de Estudios de Género de la Universidad Veracruzana

¿Cómo se cuentan las historias que leemos, miramos o escuchamos sobre la trata sexual de mujeres en México? ¿Qué supuestos y mitos predominan en los relatos de obras de teatro, novelas, películas sobre este fenómeno? ¿Por qué se cuentan las historias de esa manera? ¿Quiénes las elaboran? Y, finalmente, ¿por qué es importante analizar críticamente la forma y el contenido de esas historias?

Las representaciones sobre la trata sexual de mujeres que leemos, escuchamos o miramos en la pantalla forman parte de un conjunto de discursos que se han producido sobre el fenómeno, principalmente a partir del año 2003, cuando México ratificó el Protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente Mujeres y Niños, conocido como Protocolo de Palermo (ONU 2000). Estas representaciones forman parte de lo que algunas autoras hemos denominado como dispositivo antitrata, entendido como una red/constelación de discursos, instituciones, leyes, decisiones reglamentarias y policíacas, medidas administrativas y productos culturales y artísticos sobre la trata sexual de mujeres, que funciona como una estrategia dominante para visibilizar y hacer frente al fenómeno (Foucault 2011, Jiménez 2019, 2021; Maldonado 2021).

El análisis crítico de estas representaciones artísticas permite cuestionar una serie de enunciados que han sido socialmente legitimados como verdades sobre la trata sexual de mujeres, y permite mostrar la heterogeneidad de concepciones no solo respecto al fenómeno en sí, sino alrededor del cuerpo, la sexualidad y la movilidad de las mujeres. En este sentido, analizar estas representaciones como producto de relaciones de poder que atraviesan las nociones de cuerpo y sexualidad permite comprender que portan diversos significados y que, incluso, emergen de distintas agendas políticas.

En este artículo, se propone un análisis crítico sobre algunas representaciones artísticas de la trata sexual de mujeres que se han elaborado en México en años recientes, con ejemplos específicos del teatro y el cine, las cuales se relacionan con paradigmas teórico-políticos que refuerzan una serie de políticas punitivas que no solo criminalizan las distintas expresiones del comercio sexual como un todo y promueven la persecución del delito de trata y el “rescate” de las víctimas como la principal vía para su prevención y atención, sino que se materializan en políticas sexuales y de género, vinculadas con una agenda conservadora y tradicional.

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Para comprender cómo se han producido determinadas representaciones artísticas sobre la trata sexual de mujeres en México, en este primer apartado recurrimos al análisis de contenidos históricos respecto al posicionamiento del tema en la agenda pública y política a nivel global, que ha tenido implicaciones en la producción del dispositivo antitrata mexicano. La historización del discurso sobre la trata sexual de mujeres abre una crítica en torno a las disputas político-institucionales que existieron alrededor de la producción de su significado a principios del siglo XXI, lo que permite entender de qué manera determinadas representaciones, algunas de ellas caracterizadas por una narrativa que mezcla discursivamente a la trata con el comercio sexual, emergieron y dominaron en un contexto histórico-político y cultural particular (Doezema 2010).

Este proceso responde a una lógica de producción del conocimiento sobre la trata sexual de mujeres desde diversos marcos de interpretación, que introducen narrativas estrechamente relacionadas con otras disputas de sentido más amplias en torno a la sexualidad, la ciudadanía y el ejercicio de derechos de las mujeres. En este sentido, es necesario reconocer la gran influencia que ha tenido el debate feminista sobre el comercio sexual en la producción del significado que se le ha dado al fenómeno de la trata sexual de mujeres, específicamente durante la elaboración del Protocolo de Palermo, en donde convergieron posturas encontradas respecto a la transacción económica de servicios sexuales.

El Protocolo de Palermo, elaborado en el año 2000, es el instrumento marco en el que se definió el significado contemporáneo de la trata de personas como:

[…] la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual […] (2000: Art. 3)

Las organizaciones feministas que participaron en el Comité Especial para discutir los términos en los que sería redactado el instrumento coincidían en que la trata sexual de mujeres era un problema grave y una expresión de la violencia de género que requería atención internacional, pero planteaban la urgente necesidad de negociar los términos de la definición de la “explotación de la prostitución ajena y otras formas de explotación sexual”, así como la relación entre la trata de mujeres y la noción de consentimiento utilizada en el Protocolo (Doezema 2005, 2010).

En estas discusiones se vislumbraron los paradigmas que han dominado el debate feminista sobre el comercio sexual. Por un lado, participó la coalición que integró a un conjunto de organizaciones que abogaban por la abolición del comercio sexual denominada la International Human Rights Network, liderada por la Coalition Against Trafficking in Women (CATW) que había sido fundada en 1988 en Estados Unidos por la feminista radical Kathleen Barry. Desde su creación, la CATW ha popularizado la mezcla entre comercio sexual autónomo y trata de personas, ya que, de acuerdo con una de sus ideas fundamentales, la prostitución es una expresión de la trata sexual pues nunca puede ser una actividad consentida o elegida por alguien como una profesión. Por el contrario, todas las mujeres en la industria del sexo son víctimas de trata, independientemente de si existió fuerza o engaño, porque sus vidas se inscriben en una estructura que reproduce y refuerza la subordinación sexual de las mujeres (Barry 1997; Jeffreys 2011; CATW 2021).

Sus propuestas buscan modificar el estatus de la prostitución al de una actividad ilegal -o alegal- y reforzar la justicia punitiva al castigar penalmente a las terceras partes involucradas en la industria del sexo comercial, como a los clientes o a los dueños de los bares o locales, pues se considera que cualquier persona que colabore en actividades que tengan como fin el comercio sexual es parte de la red de trata (Doezema 2000, 2004, 2005; Halley et al 2006; Jeffreys 2011; Ditmore 2012).

La otra coalición que participó en este debate fue el Human Rights Caucus, que trabajó en colaboración con organizaciones defensoras de derechos humanos y organizaciones feministas internacionales vinculadas con el movimiento de trabajadoras sexuales, como la Global Alliance Against Trafficking in Women (GAATW) y la Global Network of Sex Work Projects (NSWP). Desde esta coalición se criticó que el Protocolo de Palermo no se enmarcara en un cuerpo legal de derechos humanos de las personas víctimas de trata sino en el reforzamiento de la justicia penal (Halley et al 2006). De acuerdo con la NSWP, esto traería consecuencias negativas para la operación de los mercados sexuales y produciría daños directos a las personas a las que supuestamente buscaban ayudar, es decir, el documento podía ser interpretado como una iniciativa en contra del comercio sexual (Doezema 2010).

Otra aportación del Human Rights Caucus fue el reconocimiento de la elección individual como una posibilidad para involucrarse en los mercados sexuales de manera autónoma, sin negar la posibilidad de que existan personas que han sido víctimas de trata con fines de prostitución forzada. El Caucus busca enmarcar el fenómeno en un contexto mundial de desigualdad económica y social que priva a determinados grupos de mujeres de opciones laborales viables, principalmente aquellas ubicadas en el Sur Global. En este sentido, se propuso que tanto la fuerza como el engaño fueran consideradas condiciones necesarias para la definición de la trata sexual de mujeres (Soderlund 2005; Doezema 2004, 2005).

Como es posible observar, ambas coaliciones pusieron el foco en distintas condiciones que, desde su perspectiva, posibilitan la trata sexual de mujeres. La postura defendida por la International Human Rights Network recicló el mito de la esclavitud blanca —white slavery— como una figura retórica de las narrativas contenidas en el Protocolo y en los documentos —de medios, organizaciones y gobiernos— que sirvieron de fundamento para dar cuenta de la realidad de la trata sexual (Doezema 2010).

Este mito surgió a principios del siglo XIX en Europa y Estados Unidos para referirse a las experiencias de mujeres jóvenes que eran secuestradas y forzadas a prostituirse en países lejanos (Guy 1994; Walkowitz 1995; Doezema 2010). Las historias que alimentaron la preocupación pública de aquella época utilizaban figuras retóricas que se pueden identificar hoy en día: mujeres jóvenes, sexualmente inocentes, persuadidas mediante engaños, falsas promesas o raptadas con violencia por hombres con rasgos extranjeros y/o con características étnicas diversas, para ser obligadas a ejercer la prostitución (Guy 1994; Doezema 2010).

La reactualización del mito de la esclavitud blanca coincidió con una inusual cercanía entre la International Human Rights Network y algunas organizaciones religiosas y conservadoras norteamericanas durante las negociaciones del Protocolo, lo que resultó incongruente pues en temas como aborto, derechos sexuales y reproductivos y uso de métodos anticonceptivos sus posturas eran diametralmente opuestas, mientras que en el relativo a la trata con fines de prostitución forzada coincidieron en equipararla con la prostitución (Ditmore 2012). A esta alianza entre feministas abolicionistas y grupos conservadores, la antropóloga estadounidense Elizabeth Bernstein (2014) la ha denominado neoabolicionismo, en donde grupos feministas crean alianzas atípicas con grupos cristianos evangélicos para el combate a la trata sexual de mujeres.

Por su parte, el Human Rights Caucus retomó reflexiones elaboradas por los grupos de trabajadoras sexuales que desde la década de 1990 problematizaban a la trata sexual de mujeres como un fenómeno que implicaba el movimiento, la comercialización y la explotación del trabajo sexual en condiciones de coerción y/o forzadas (Ditmore 2012; Kempadoo 2012). De manera contraria al mito de la esclavitud blanca, desde el Caucus no se destacaba únicamente la vulnerabilidad sexual de las mujeres, sino que se buscaba explicar a la trata sexual en estrecha vinculación con un mayor número de mujeres migrantes indocumentadas y una mayor feminización de la pobreza, desde una perspectiva que privilegiaba el análisis de las condiciones laborales de las mujeres y los derechos humanos de las trabajadoras sexuales y las mujeres migrantes.

Si bien en la elaboración del Protocolo de Palermo sucedieron estos debates en torno al sentido que se da a la trata de mujeres y a las condiciones que la hacen posible dentro de los mercados sexuales, no quedó establecida una clara diferencia entre el trabajo forzado dentro de la industria sexual y las condiciones laborales que pueden llegar a ser extremadamente precarias para quienes la realizan, sin llegar a ser trata. Por el contrario, a través del Protocolo se reforzó una mezcla discursiva entre comercio sexual autónomo y trata sexual de mujeres, que ha tenido implicaciones en la producción del dispositivo antitrata y de las representaciones artísticas del fenómeno. Sin esta distinción, la representación de la trata sexual incluye a todo el mercado del sexo comercial dentro de la misma categoría de trata y, a la vez, contribuye a la vulneración de derechos de las personas a quienes originalmente se buscaba proteger, como bien lo plantearon las integrantes de la NSWP desde el inicio de las negociaciones (Doezema 2010; O’Connell Davidson 2014).

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Durante los primeros años del siglo XXI, a partir de la elaboración del Protocolo de Palermo, la trata sexual de mujeres se constituyó con mayor énfasis como un objeto del discurso del derecho penal, el cual ha dominado su sentido como un delito realizado por el crimen organizado y que encuentra su solución en la criminalización de todo el mercado sexual y en su persecución penal. De manera paralela, también se ha vuelto un objeto del discurso feminista abolicionista de la prostitución, que desde el siglo XIX relacionó a la trata con la prostitución, y a esta última la definió como una expresión de la esclavitud sexual de todas mujeres y una violación a sus derechos, por lo que debe ser abolida mediante estrategias que recurren a la justicia penal como una herramienta para lograrlo.

En los últimos años, tanto la justicia penal como el feminismo abolicionista han tejido relaciones con un tercer paradigma, el neoconservadurismo —de corte religioso— que ha formulado una definición de la trata sexual de mujeres a partir de una política sexual moralista, que se enfoca en la violencia sexual masculina y la califica como una violación a la dignidad femenina que debe ser “combatida” mediante una mayor criminalización del comercio sexual, el castigo moral de los responsables y el desarrollo de estrategias de “rescate” de las víctimas (Bernstein 2010, 2014).

Esta forma de representar a la trata sexual de mujeres, que privilegia narrativas con reminiscencias judeocristianas que consideran que todo tipo de comercio de servicios sexuales es una forma de trata sexual o una actividad degradante e inmoral (Lamas 2017), desdibuja su estrecha relación con el aumento de la pobreza, la desregulación y flexibilización laboral, la privatización de servicios de seguridad social, la desigualdad de género y la explotación laboral generalizada (Kempadoo 2012).

En la obra de teatro Del cielo al infierno, adaptada del libro Del cielo al infierno en un día de la exdiputada del Partido Acción Nacional (PAN) Rosa María de la Garza —conocida como Rosi Orozco— (Orozco y Hernández 2011), estrenada en la Ciudad de México en 2016, se cuenta la historia de tres mujeres que han transitado por procesos de trata de personas con fines de prostitución forzada. En los relatos de cada una de ellas se hace referencia al momento del “enganche”, realizado por un hombre que las enamora, las engaña y las obliga a realizar servicios sexuales a cambio de un pago.

Los relatos transcurren en un escenario en donde las tres mujeres jóvenes cuentan por turnos —y a veces entrelazando historias— lo que les pasó. Si bien en sus relatos es posible identificar ciertas características del contexto en donde sucedieron los hechos, las historias se enfocan mayormente en el dolor que produjo la mentira y el engaño de los hombres, caracterizados como figuras violentas, omnipresentes y todopoderosas; en la violencia sexual representada en el número de clientes que atienden en una noche; y en las emociones de vergüenza y tristeza provocadas por la prostitución, representada como una actividad degradante y reprobable para una mujer respetable, con reminiscencias del mito de la esclavitud blanca del siglo XIX.

Las representaciones de la trata sexual contenidas en la obra fueron adaptadas del libro elaborado por una ex diputada de corte conservador, quien fue presidenta de la Comisión especial de lucha contra la trata de personas de la Cámara de Diputados/as a nivel federal y que además forma parte de asociaciones cristianas evangélicas, como Casa sobre la Roca (Wilhelm 2021). Como se mencionó en el primer apartado del artículo, desde la creación del Protocolo de Palermo, el discurso sobre la trata de personas, y las representaciones que de él parten, se han orientado por distintas narrativas que le dan sentido al fenómeno y que son pronunciadas por determinados individuos o grupos. Mayormente, ha sido competencia de representantes de instituciones de gobierno, organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales (ONG’s) posicionar el tema de la trata sexual de mujeres en la agenda política a nivel internacional, nacional y local.

En este proceso, numerosas voces se han arrogado el derecho a pronunciar el discurso de la trata sexual desde una posición de saber y competencia en distintos ámbitos, o sea con legitimidad. Esto se vincula con lo que autoras como Bernstein (2010, 2014) han señalado respecto al proceso a través del cual distintas/os integrantes de grupos neoconservadores han asumido el derecho a pronunciar el discurso de la trata sexual, apropiándose del poder político de representar y definir al fenómeno como una cuestión relacionada con los valores familiares, la violencia sexual y la victimización de mujeres y niñas.

Esto puede observarse en un momento de la obra, cuando una de las mujeres relata su historia con el hombre que la introdujo al mercado sexual, enfocándose en la forma en la que fue engañada por él, pero también en la motivación que le sirve para salir de esa situación, la cual se vincula con la posibilidad de ser madre, pero, sobre todo, de no abortar:

Tienes 15 años y meses. En el segundo embarazo accidental decides que quieres tenerlo, tenerla. A él, a ella le puedes importar, le vas a importar. Es una salida fácil, es una salida. Peleas por tenerlo, tenerla. Ojalá tenerlo, la va a pasar menos peor siendo niño. Solo puede ser de Omar. A todos los clientes les exijo usar condón, nada de cosas raras. Es automático. No lo pienso y pienso, voy a pelear por este niño o niña como no peleé por mí. Me quedo para cuidarlo, cuidarla. Ojalá pueda hacer más. Acepto hacer cosas raras. Ojalá pueda hacer por ella o él lo que no supe hacer por mí. Ella, él es mi motor, mi razón de seguir. Entonces mi voluntad se recupera, entonces puedo hacer que mi historia sea distinta. Quiero. Puedo. Decido hacer caso de las pequeñas voces que desde el primer día me gritan sosegadas al oído y lo hago: mi historia no es de amor a un hombre, mi historia es de amor a mí misma, del amor que me debo a mí misma y que no supe, pude darme estando tres años con Omar. Es la historia del amor que siento por esto que está naciendo de mi vientre. La historia del amor que siento por él o ella. Entonces decido que hay mucho por hacer y lo hago. Busco la fuerza y el miedo, busco la fuerza en el miedo. Abro mis oídos para creer en esas cosas que solo uno puede hacer que existan, como los ángeles, o los fantasmas (Andres Naime 2018: 3m23s).

En el relato existe una clara referencia de rechazo al aborto y a la posibilidad de encontrar en la maternidad una razón para sobrevivir. Estas representaciones de la trata sexual de mujeres traen implícitos los valores y las creencias de determinados grupos de poder que se orientan hacia una política tradicional y conservadora de la sexualidad de las mujeres y que han encontrado en el combate a la trata sexual una oportunidad para transmitir estos mensajes (Bernstein 2010, 2014). Además, estas representaciones individualizan el fenómeno de la trata, al colocar en la decisión de las mujeres de “salir adelante” por sus hijas/os, la solución a un problema en el que intervienen factores estructurales que trascienden las elecciones individuales de quienes lo han vivido.

Otra de las escenas transcurre en un espacio abierto, con piso y fondo blancos, en donde las tres mujeres vestidas de negro, con pantalón y blusas entalladas, comparten el escenario. Dos de ellas paradas al fondo, con tacones altos y con una bolsa colgada en diagonal sobre el cuerpo. Ellas se mueven al tono de un beep, una señal de que alguien las está contratando para un servicio sexual. En el piso hay una señalización del turno que toca, el número marca 71. Cada vez que suena el tono, una de ellas se mueve hacia un costado del escenario, en donde hay una cama de masaje. Llega ahí y toma una posición —acostada, sentada, hincada— después, casi inmediatamente, vuelve al fondo de la escena. Así se van alternando con el beep. A veces el tono aumenta de velocidad, las mujeres entran una y otra vez a tomar la posición, salen, entran, se encuentran, chocan, pero siempre salen y entran para representar las decenas de servicios sexuales que realizan durante ese lapso. Mientras esto pasa, la misma mujer del relato anterior cuenta el porqué fue víctima de trata:

Me enamoré porque así es esto. Primero te enamoras, luego ya no, pero no hay marcha atrás. Lo de atrás es tan horrible que solo estando idiota te devuelves, y hacia adelante no hay nada mejor. En un momento te cortaron las alas y caíste, ya no sabes volar. Puedes con esto. Primero porque un Omar te dijo que eras linda y algo de eso queda cuando él te acaricia. Luego, porque la razón te dice que si vuelves te espera lo mismo (Andres Naime 2018: 0m53s).

En este relato se representa a la trata como el producto de un proceso de enamoramiento impulsado por un hombre violento que controla y ejerce su poder sobre la víctima, quien no puede escapar de la situación porque “le cortaron las alas”. Esta forma de darle sentido al fenómeno oscurece el conjunto de condiciones estructurales que habilitan el proceso de trata de personas y nuevamente individualiza la responsabilidad de la víctima, quien no ha decidido salir de esta situación y solo puede esperar a que las autoridades o las organizaciones que combaten la trata de personas la salven. No debe olvidarse que la autora de la obra forma parte de una de tales organizaciones.

La representación de las experiencias de las mujeres presentadas en la obra está atravesada por creencias y valores morales propios de la iglesia y de grupos conservadores con un importante poder político en el campo de la lucha contra la trata de personas en México. En este sentido, pareciera que la palabra que es tomada en cuenta para dar sentido al fenómeno no es la de las mujeres que han transitado por procesos de trata, sino la de funcionarias/os, políticas/os, activistas, académicas/os y periodistas que pronuncian los discursos “verdaderos” sobre la trata sexual.

En una investigación realizada sobre la retórica verbal, escrita y visual utilizada por Rosa María Orozco en el libro en el que se basó la obra, la antropóloga Jennifer Tyburczy (2019) reflexiona sobre el valor emocional del neoliberalismo a través de la invocación que estas representaciones hacen de la empatía de la sociedad, lo que de acuerdo a esta autora quita el foco de atención a quienes han transitado por procesos de trata y coloca en el centro las voces de las activistas que las rescatan.

Representar un fenómeno tan complejo como la trata sexual de mujeres tendría que considerar la existencia de “otras” formas de darle sentido y retomar las experiencias de mujeres que han transitado por procesos de trata incluso cuando estas no satisfacen la figura de la “víctima perfecta”: joven, sumisa, con inocencia sexual, subordinada totalmente a las órdenes de sus tratantes, violentada brutalmente, agradecida y sin cuestionar la ayuda recibida de las instituciones de gobierno o las organizaciones de la sociedad civil. Privilegiar este tipo de imágenes no toma en cuenta que existen víctimas que han hablado sobre la trata sexual a partir de experiencias y estrategias de resistencia diversas que cuestionan la pertinencia de esta figura (Jiménez 2021).

Queremos puntualizar que al proponer una crítica del discurso sobre la trata sexual de mujeres no se niega su existencia, pero consideramos necesario dar cuenta, por un lado, que es producto de un complejo devenir histórico compuesto por coyunturas y procesos político-institucionales de los contextos mundiales/locales; y por el otro, que estas formas de darle sentido a la trata sexual han orientado distintas acciones políticas que producen una serie de efectos —simbólicos y materiales— en el ejercicio de derechos de las mujeres a quienes originalmente se buscaba proteger (GAATW 2007).

En el caso de la película Las elegidas del director David Pablos, estrenada en México en 2014, se cuenta la historia de un joven que forma parte de una familia de hombres, denominados “padrotes”, dedicada a reclutar y explotar sexualmente a mujeres, quien se enamora de su primera joven reclutada para la prostitución forzada y explotación sexual. Se trata de la historia de “formación” o “producción” de un padrote en Tijuana. Si bien la película retrata los procesos que constituyen el delito de trata de personas con fines de prostitución forzada de manera concreta y no sensacionalista, considero necesario analizar las representaciones de las dinámicas del espacio en donde se realizan las transacciones sexuales, especialmente de las mujeres que han vivido procesos de trata, los vínculos entre ellas y los establecidos con los padrotes.

En la película nuevamente se representa a las mujeres como víctimas pasivas, con una ausencia total de cualquier referencia que cuestione la noción de opresión total. Las escenas en donde aparecen las mujeres jóvenes que han sido reclutadas para ser explotadas sexualmente en una casa de citas, regenteada por una mujer mayor, ex víctima del padre del joven padrote, muestran a mujeres pasivas, sin interacción entre ellas, prácticamente incapaces de construir lazos de solidaridad, excepto en los breves momentos en los que la coprotagonista, la joven reclutada por el aprendiz de padrote, se acerca a otra mujer para solidarizarse por su llegada a la casa, por su cumpleaños, por la maternidad de una de ellas y por su salida de ese espacio.

Esto contrasta con la complicidad y solidaridad que se puede identificar en la familia de padrotes, quienes ocupan un lugar de poder omnipresente y omnipotente frente a las mujeres y a la sociedad tijuanense, ya que son respetados por otros grupos de hombres y por distintas figuras de autoridad, como la policía. En una de las escenas se escucha la voz en off del hermano del aprendiz, dándole consejos para enganchar a una nueva chica. La narración sucede mientras transcurren imágenes en donde es posible observar el éxito del proceso.

Las representaciones de hombres “malos” que “cazan” mujeres ocultan los factores económicos, políticos, culturales y sociales que posibilitan los procesos de trata de personas y refuerzan la creencia de que cualquier mujer puede ser víctima de trata, aunque en realidad sean ciertos grupos de mujeres los más vulnerables a vivir esta expresión de la violencia de género, en donde converge no solo el sistema de sexo-género, sino otras dimensiones de opresión relativas al sistema capitalista neoliberal y racista: la desigualdad, el desempleo, la pobreza, la migración irregular, que tienen un origen estructural y económico (Tyburczy 2019).

Estas representaciones de la trata sexual de mujeres en México contribuyen de manera indirecta en la percepción de los mercados sexuales —junto con las personas que participan de ellos— como lugares de violencia y opresión total y refuerzan la mezcla discursiva entre trata y comercio sexual autónomo. En este sentido, es necesario reconocer el papel que juegan los productos culturales y artísticos en la producción y reproducción del discurso sobre la trata sexual de mujeres y como un elemento más del dispositivo antitrata en México, que se ha orientado hacia la operación de la justicia penal que criminaliza al mercado sexual como un todo.

Algunas/os autoras/es como Andrijasevic y Mai (2016) consideran que los productos culturales, como documentales, trabajos artísticos, performances, películas de ficción, se han convertido en vectores fundamentales para la producción y reproducción de los discursos y la retórica alrededor de la trata de personas, planteando soluciones simples a problemas complejos. Estas representaciones han contribuido a fortalecer la mezcla discursiva entre la trata y el comercio sexual autónomo, que legitima las políticas punitivas y de rescate de las víctimas (Andrijasevic y Mai 2016).

Si bien ninguno de los productos culturales analizados en este texto toma en cuenta de qué manera operan los mercados sexuales ni se hace referencia a si todas las mujeres que participan en el mercado sexual lo hacen como producto de un proceso de trata, la omisión de la complejidad del mercado sexual respecto a la participación de mujeres que optaron por esta actividad de manera autónoma, simplifica el análisis de las condiciones de posibilidad de la trata y el trabajo forzado en el interior de los mercados sexuales y omite la reflexión sobre las condiciones laborales de la industria del sexo local. En el caso de Tijuana, tendrían que tomarse en cuenta factores como la migración irregular y la llegada de miles de migrantes centroamericanas/os a esta ciudad, la proliferación de lugares en donde se comercian servicios sexuales en distintas modalidades, las precarización laboral de la población en general (particularmente de las mujeres locales y migrantes), las condiciones laborales de las mujeres que intercambian sexo por dinero en distintos espacios, la participación de grupos de crimen organizado en la operación de este tipo de mercados y el diseño y la aplicación de las políticas públicas encaminadas a proteger los derechos de las mujeres en contextos de comercio sexual y de prevención y atención de la trata de personas.

Para O’Connell Davidson (2008), las definiciones oficiales de la trata promueven “perspectivas estáticas” y omiten que este fenómeno es un proceso que puede ser organizado en formas muy diversas inscritas en contextos de una enorme desigualdad económica, de género y social. Esta autora critica el uso del concepto de “trata” como una herramienta analítica para dar cuenta de las violaciones de derechos que pueden acontecer en los mercados sexuales y señala que, aunque cada vez es más común hacer referencia a este fenómeno, el discurso sobre la trata de personas es obsoleto pues se ignora que la experiencia de coerción y explotación se extiende como un continuum y no como un evento concreto de explotación. Esto pone en cuestión la idea estática de “víctima de trata”: “[…] todo esto quiere decir que las ‘personas tratadas’ no existen como un tipo de categoría previa, objetiva o legal de personas que pueden ser objeto de investigación o políticas” (O’Connell Davidson 2008: 13).

Al respecto, la antropóloga Laura Agustín (2014) ha lanzado una dura crítica sobre la dicotomía de los conceptos “víctima de trata” vs. “trabajadora sexual” y cómo esta dicotomía también ha contribuido a simplificar la complejidad del fenómeno, estableciendo dos estados opuestos. Esto refuerza las representaciones de una víctima pasiva esperando a ser rescatada y plantea que la trata se constituye como un fenómeno de opresión total. En palabras de Agustín:

El eslogan [“trabajo sexual no es trata sexual”] intenta hacer que la identidad de una trabajadora sexual sea clara al distinguirla de una identidad de víctima de trata de personas: la libre contra la que no es libre. Decir que algunas de nosotras estamos dispuestas a vender sexo atrae la atención hacia aquellas que no están dispuestas: un mecanismo de distanciamiento característico de las políticas de identidad. Afirmar que no necesito tu ayuda o compasión significa que aceptas que otras personas sí lo necesitan: aquellas que realmente son víctimas de trata. (2014: s/p, traducción propia)

Esto plantea dos situaciones sobre las cuales reflexionar. Por un lado, implica asumir que las mujeres que llegaron al mercado sexual como producto de un proceso de trata de personas deben recibir el tipo de atención desarrollada por las burocracias antitrata del Estado y las ONG’s, orientada por leyes represivas, por actitudes que infantilizan a las mujeres y por las políticas de la compasión justificadas por sentimientos morales que mueven a las personas sobre el malestar de los otros que producen un impulso por intentar corregir la situación (Fassin 2016). El rescatar a las víctimas de trata no contribuye a transformar las condiciones de injusticia, desigualdad y precariedad que en principio posibilitaron la existencia de este proceso de violencia de género estructural.

Por otro lado, notamos que como efecto de la distinción “trabajo sexual no es trata sexual” se invisibiliza que dentro del grupo de mujeres que optaron por el comercio sexual como una actividad económica existe una diversidad de situaciones y posiciones en las que operan la opresión y la violencia, pero también la resistencia, la agencia y la posibilidad de hacerse de un capital, tanto económico como simbólico. Establecer una distinción discursiva tan marcada entre dos grupos de mujeres omite la existencia de las que no les gusta mucho vender sexo y no se llaman a sí mismas trabajadoras sexuales, que no quieren ser salvadas o deportadas, pero a quienes tampoco se les asegura ningún tipo de derechos (Agustín 2014). Asimismo, se ignora que existen mujeres que consiguen rechazar sus condiciones y salirse del mercado sexual de manera independiente en búsqueda de una vida mejor.

En la investigación doctoral realizada por quien escribe en el mercado sexual de La Merced en la Ciudad de México, fue posible identificar que las experiencias concretas de las mujeres, tanto las que vivieron procesos vinculados con la trata como las que entraron al comercio sexual sin intermediarios, no se expresaban en los mismos términos planteados por esta dicotomía. Quienes fueron llevadas con engaños y forzadas —en distinta medida— a comerciar servicios sexuales tenían experiencias diversas de agencia, decisión y negociación dentro de la actividad que realizaban. Es decir, la opresión y explotación no era total, aunque sí habían vivido situaciones de violencia y abuso por parte de quienes las trasladaron desde sus lugares de origen y las forzaron a trabajar en La Merced. Además, en estos casos no hubo intervención de las burocracias estatales para su rescate o salvación, sino un conjunto de decisiones y acciones planeadas y realizadas con el apoyo de otras compañeras que también se dedicaban al comercio sexual (Jiménez 2019).

La distinción discursiva que se establece entre las víctimas forzadas y las trabajadoras sexuales “libres” también reproduce valores de género y sexualidad basados en escalas morales que justifican la intervención del Estado, y de las ONG’s en algunos casos. La antropóloga argentina Deborah Daich (2013) lo reflexiona de la siguiente manera:

[…] al ensalzar a la víctima forzada y demonizar a la trabajadora sexual que ha optado por esta actividad seguimos reproduciendo la división entre mujeres buenas y malas, la santa y la puta, la que merece ser reconocida y la que no. La demonización, la construcción de los demonios populares o de los desviados, estigmatiza y, en estos casos de pánicos sexuales, se estigmatiza además en relación con la sexualidad. Porque, ¿en qué lugar se pone a las personas que participan voluntariamente de la industria del sexo si el supuesto es que algunos actos sexuales son tan desagradables que nadie en su sano juicio accedería a realizarlos? Finalmente se trata de “sexualidades buenas y sexualidades malas”, deseos sexuales posibles y deseos prohibidos. (2013: 36)

Las representaciones de la mujer pobre prostituta/víctima de trata del Tercer Mundo, sin recursos ni privilegios, pasiva, oprimida, esperanzada en ser rescatada por el Estado bienhechor y sin capacidad de decidir entrar al mercado sexual de manera autónoma, contribuye a representarlas como víctimas sin poder y sin capacidad de agencia. De esta manera se dificulta la producción de otras narrativas en las que se considere que muchas de ellas hayan decidido dedicarse a esta actividad; que otras hayan permanecido en este mercado después de ser forzadas a trabajar mediante engaños y amenazas; y, que otras más hayan podido dejar esa actividad económica sin la intervención de los grupos “salvacionistas” o del Estado.

En el contexto mexicano, en el que el número de mujeres situadas en los márgenes del sistema económico y político va en aumento, resulta necesario cuestionar si las representaciones culturales y artísticas dominantes de la trata sexual de mujeres dan cuenta de la complejidad del fenómeno. Asimismo, identificar algunas consecuencias en la reproducción axiomática de estas formas estáticas de representar la opresión y desigualdad de las mujeres frente a fenómenos globalizados como la trata de personas. Aquí viene a cuento la reflexión de Bernstein (2014) acerca de si los conceptos de trata, prostitución forzada y explotación sexual son suficientes para abarcar la diversidad de arreglos, relaciones y procesos involucrados en la operación de los mercados sexuales.

Esto implica considerar que las mujeres que han transitado procesos de trata son sujetos múltiples y complejos, con distintos capitales, capaces de construir saberes subversivos y conocimientos situados que las colocan en una posición de sujetos políticos y no de víctimas ausentes y ajenas de su propia subjetivación, y para quienes la diferencia de género constituye solo una parte del ensamblaje de lo social y lo histórico que las atraviesa. Su representación está incompleta si no se consideran también la condición socioeconómica, la pertenencia étnica, la sexualidad, la edad, el estatus migratorio y los diferentes capitales que tienen.

Queda para la reflexión considerar que tanto el intercambio de sexo por dinero de forma autónoma como la trata sexual de mujeres están inscritos en contextos caracterizados por economías inestables, altos índices de desempleo e inseguridad y culturas donde se mantienen las desigualdades de género que colocan a la mayoría de las mujeres en posiciones de subordinación y vulnerabilidad. Y que las condiciones en las que se desarrolla la industria del sexo en muchos contextos toman la forma de un mercado nocivo que contribuye a la reproducción de la desigualdad de género entre mujeres y hombres (Satz 2010; Lamas 2014, 2017).

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La noción de discurso ha sido útil para comprender cómo operan estas disputas en la construcción contemporánea de las representaciones dominantes de la trata sexual, incluidas las que se reproducen a través de productos culturales y artísticos. A través de los discursos y su economía de significados es posible dar cuenta de los procesos y las relaciones de poder que posibilitaron ciertos sentidos y formas de representar el fenómeno. De acuerdo con la antropóloga argentina Cecilia Varela (2015), el concepto de discurso ha servido para captar una serie de enunciados sobre la trata de personas, legitimados como conocimiento y verdades. En el mismo sentido, la antropóloga española Laura Agustín (2009) considera que el discurso sobre la trata sexual de mujeres formado por la “versión oficial” ha favorecido una mezcla con el comercio sexual, omitiendo otras experiencias del fenómeno:

El discurso en un tópico se refiere al lenguaje o forma de hablar que desarrollan, a través del uso, una serie de convenciones y que se institucionaliza mediante el uso. El discurso define lo aceptado socialmente, la versión predominante o aparentemente oficial, la versión que parece obvia o natural. Al mismo tiempo, este discurso siempre omite experiencias y puntos de vista que no encajan, silenciando la diferencia y produciendo disgusto en aquellos que no se ven incluidos. Entender el concepto de discurso es recordar que lo que decimos acerca de un tema dado siempre es construido, y que solo hay verdades parciales. (2009: 20)

Analizar el discurso acerca de la trata sexual de mujeres posibilita historizar lo que se ha dado por sentado y mostrar que las disputas por la hegemonía discursiva y sus representaciones se inscriben en el entrecruzamiento de relaciones y procesos políticos que suceden a nivel supranacional, transnacional, nacional y local (Piscitelli 2008).

Para analizar la operación del discurso sobre la trata sexual y sus efectos retomamos la noción de dispositivo que Michel Foucault propuso a partir de sus investigaciones sobre la historia de la sexualidad (2011). Si bien Foucault no concentró sus esfuerzos en definir lo que es el dispositivo, el filósofo Giorgio Agamben (2011) localizó una entrevista en la que alude a este concepto como una red que se tiende sobre un conjunto heterogéneo de elementos, integrada por discursos, instituciones, leyes, edificios, habilitaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias y policíacas, medidas administrativas, enunciados científicos y proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas. Esta red tiene la función concreta de responder a un acontecimiento o fenómeno que se considera que requiere una atención urgente, y se constituye como una especie de estrategia dominante para hacerlo.

En sus investigaciones sobre las campañas antitrata en Brasil, la antropóloga Adriana Piscitelli (2015) propuso el concepto de “regímenes antitrata”, el cual tiene semejanzas con el concepto de dispositivo de Foucault, pues hace referencia a conglomerados de discursos y prácticas orientados hacia la atención de un fenómeno en particular, en este caso la trata de personas: “[Los regímenes antitrata son] una constelación de políticas, normas, discursos, conocimientos y leyes sobre la trata de personas, formuladas en el entrelazamiento de planos supranacionales, internacionales, nacionales y locales” (2015: 1).

Con base en estos dos conceptos, proponemos el uso de la noción de dispositivo antitrata para hacer referencia a una red/constelación conformada por: leyes de carácter nacional y local para combatir la trata y atender a sus víctimas; programas nacionales que contienen la política pública dirigida a la prevención, la atención y la sanción; instituciones del gobierno, tanto para la investigación ministerial y la persecución del delito, como para la prevención y la atención a las víctimas; refugios especializados en la atención de las víctimas de trata de personas; campañas institucionales que se transmiten por los medios masivos de comunicación; organizaciones no gubernamentales especialistas en el tema; diplomados o cursos de formación y capacitación sobre la trata en distintas instituciones educativas; productos culturales y artísticos como obras de teatro, óperas, películas, telenovelas y series televisivas que cuentan historias de trata en México; y notas periodísticas que advierten a la población sobre la magnitud y las características del fenómeno (Jiménez 2019, 2021).

En este sentido, se puede afirmar que a través del dispositivo antitrata transita un poder que no se ubica en un punto central o un foco único, sino que opera mediante una multiplicidad de relaciones de fuerza propias del campo político antitrata, las cuales son constitutivas de su organización y se hacen efectivas a través de estrategias y de su cristalización institucional en los aparatos estatales, en la formulación de leyes y en las hegemonías sociales y culturales (Foucault 2011; Halley et al 2006).

En esta configuración de representaciones es posible identificar una de las características principales de la noción de dispositivo y es que su operación produce un conjunto de efectos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales. Al respecto, la GAATW (2007), una de las organizaciones que defiende los derechos de las trabajadoras sexuales y que participó en la elaboración del Protocolo de Palermo, identificó una serie de “daños colaterales” producidos por la puesta en marcha de las estrategias de combate contra la trata sexual de mujeres. Desplegadas en nombre de la protección de los derechos humanos, estas estrategias tienen efectos que, paradójicamente, vulneran aún más los derechos de las personas a quienes buscarían proteger y beneficiar; entre ellos: la represión de la migración femenina y el aumento de la criminalización del comercio sexual.

Estos efectos no son solo materiales, sino simbólicos. Por ejemplo, la noción de dispositivo ha sido retomada por investigaciones recientes para dar cuenta de que ciertos fenómenos contemporáneos, como el narcotráfico (Núñez y Espinoza 2016) o la trata sexual de mujeres, y su forma de representarlos, pueden ser leídos como dispositivos de poder sexo-genérico que producen sexualidad y género en las personas. En este sentido, es interesante plantear que posiblemente estamos frente a la constitución de nuevos dispositivos de poder sexo-genéricos que participan directamente de los procesos de subjetivación de las mujeres, a quienes se les adjudica un lugar de víctimas pasivas, sin agencia ni capacidad de decisión, listas para ser rescatadas por el Estado pero también de los hombres, que aparecen como los sujetos hipersexualizados, incapaces de controlar sus impulsos sexuales y dispuestos a hacer uso de la violencia para satisfacerlos.

Es decir, la operación de las estrategias del dispositivo antitrata, entre las cuales se identifican los productos culturales y artísticos, tendrían efecto no solo en la visibilización, la sensibilización y el combate directo a la trata de personas, sino en los comportamientos y las relaciones sociales en el contexto en donde se despliegan. Estos mecanismos funcionarían como tecnologías de género (De Lauretis 2000), artefactos discursivos de ese sistema simbólico que es el género mediante el que se produce y regula lo masculino y lo femenino, y desde donde se determina cuáles son los espacios, las conductas, las relaciones y las posiciones de las mujeres y los hombres en la vida cotidiana e institucional.

Conclusiones

Las representaciones de la trata sexual de mujeres que privilegian los relatos enfocados únicamente en las injusticias basadas en construcciones culturales sobre las diferencias de género han limitado la representación y comprensión del fenómeno. Estas representaciones omiten la vinculación de la trata sexual con las condiciones estructurales de los contextos de precariedad dentro de un sistema capitalista-neoliberal donde se vulneran los derechos sociales, políticos y económicos de ciertos grupos de mujeres.

Para el proyecto neoliberal, instalado en las sociedades latinoamericanas, las representaciones de la violencia de género hacia las mujeres, y específicamente de la trata sexual, permiten la reducción de la incursión del Estado en la esfera social. Pues al representar los riesgos de una sexualidad masculina peligrosa y amenazante —encarnada en los “padrotes” y los “clientes prostituyentes”— se disminuye o se oculta la responsabilidad de las instituciones y la distribución desigual de recursos que producen las condiciones que favorecen que algunas mujeres sean más vulnerables a vivir trata de personas con fines de prostitución forzada.

Además, privilegiar en las representaciones de la trata la violencia sexual contra las mujeres ha influido para que se preste mayor atención a la trata con fines de explotación sexual, y no tanto a otro tipo de explotación laboral, como la servidumbre o el reclutamiento para el crimen organizado. Así́ se reproducen narrativas que relatan las cantidades inhumanas de “violaciones sexuales” que vive una mujer u otros actos sexuales abominables a los que fue obligada por los padrotes y “depredadores sexuales”, mientras se omiten de los relatos las condiciones estructurales de la explotación laboral en general, la reducción de los niveles salariales o la seguridad en el empleo.

En estas representaciones de la trata sexual se simplifica la complejidad de las relaciones y los procesos que se establecen en los mercados sexuales, particularmente desde una perspectiva que considera el campo del comercio sexual como un espacio laboral politizado, en donde existen interacciones, negociaciones y disputas entre una diversidad de agentes políticos que permiten la reproducción cotidiana de las personas que comercian servicios sexuales. De acuerdo con O’Connell Davidson (2014), es peligroso hablar de prostitución forzada, esclavas sexuales y trata de personas para estos fines, ante la falta de un debate sobre la especificidad del comercio sexual, de los detalles que debería contener una regulación laboral, de la inexistencia de estándares mínimos aplicables a quienes realizan esta actividad y de los arreglos laborales que actualmente se establecen con las terceras partes.

Por otro lado, estas narrativas que apelan a la empatía y la compasión invisibilizan los daños que el desarrollo del proyecto neoliberal ha tenido en contextos rurales y agrarios de países de América Latina, específicamente en México (Tyburczy 2019).

Queda en evidencia la ausencia de un contradiscurso que cuestione la autenticidad de las representaciones que se han elaborado sobre la trata sexual de mujeres, frente a lo cual las cruzadas morales y los pánicos sexuales han sido exitosos (Weitzer 2014). Y se reproducen las representaciones artísticas que hacen uso de una retórica melodramática que representa a las mujeres como víctimas inocentes, atrapadas en una vida de vicio, actoras involuntarias de su propia historia, sujetas sin autonomía sobre sí mismas (Walkowitz 1995; Doezema 2010).

Esta fórmula melodramática con la que se relatan las historias sobre la trata sexual de mujeres mediante el uso de figuras retóricas que hacen referencia a la inocencia destruida de las mujeres y a la maldad y peligrosidad de los hombres malvados, no solo permiten al o la lectora/espectadora involucrarse emocionalmente con los relatos, sino que posibilitan que ciertos personajes políticos aparezcan como las y los héroes de las mujeres, las “madres y padres salvadores” de sus “hijas agradecidas”. Esta forma de darle sentido a las acciones contra la trata también sirve para mantener la distancia entre clases y la diferenciación de prácticas sexuales entre las mujeres.

Finalmente, la socióloga británica Julia O’Connell (2014) insiste en la importancia de tomar en cuenta las interpretaciones —complejas y variables— que hacen las mujeres que participan en el mercado sexual —hayan vivido procesos de trata o no— de sus experiencias, y la significación que construyen de la trata sexual de mujeres y el trabajo forzoso en el sector del sexo, de tal manera que sean consideradas sujetos políticos de enunciación que participan en la dinámica de las relaciones de poder que se establecen en el dispositivo antitrata, a nivel mundial y local.

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