La gramática de la violencia en El lenguaje del juego de Daniel Sada

Christian Galdón

Université Paris 1, Paris Panthéon-Sorbonne

“Pobre Mágico, pobre país sumergido en

un inexorable hoyo negro.”

-Daniel Sada, El lenguaje del juego

Resumen

En su novela póstuma, El lenguaje del juego (2012), Daniel Sada nos ofrece una visión compleja del fenómeno de la violencia asociado al narcotráfico de drogas en México. En este artículo esta complejidad es interpretada como un dispositivo propio y autónomo, una gramática, esto es, un lenguaje, en el que se articulan y combinan diferentes elementos heterogéneos con una función estratégica siempre inscrita en una relación de poder.

Palabras clave: Daniel Sada, violencia, dispositivo, política.

Introducción:

En los últimos treinta años (desde la expansión del narcotráfico en los años noventa del siglo pasado hasta hoy) una parte de la literatura mexicana contemporánea se ha centrado en tratar de explicar, criticar, describir o ficcionalizar el fenómeno de la violencia asociada al narco. Son innumerables los reportajes, ensayos, novelas, crónicas, que han tratado de rendir cuenta del crimen, de la corrupción, del nepotismo que gangrenan, como un cáncer, a la sociedad mexicana. Los testimonios son sumamente heterogéneos, tanto desde el punto de vista de la forma como del contenido, y han abierto un debate en el seno de la crítica. Hay quienes, como Martín Solares, subrayan la relación desigual entre la cantidad y la calidad de los libros publicados (2014: 189, 201). Otros críticos, como Rafael Lemus, Oswaldo Zavala o Pablo Raphael denuncian la complacencia y la connivencia de la narcocultura con el mercado, su “costumbrismo dócil”, su “abulia formal” (Lemus 2005: 40), cuando no el hecho de que estos libros reproduzcan de manera acrítica el discurso oficial hegemónico (Zavala 2018: 2358-2369).

En este campo de valoraciones tensionado, inestable, de la crítica mexicana acerca de la violencia del narco, es donde hay que insertar El lenguaje del juego (2012) novela póstuma de Daniel Sada. Obra que hay que enraizar, asimismo, en el monolito que representa Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), eje central de la carrera literaria de Sada. Siguiendo la pista de reflexión abierta por Oswaldo Zavala en su libro sobre el tema, Los cárteles no existen: cultura y narcotráfico en México (2018), lo que pretendemos demostrar en este artículo es que el narcotráfico y la violencia en la obra de Sada, lejos de ser el gran Otro (el enemigo formidable a combatir y derrotar), forman parte del “lenguaje del juego”, como dice el título de su última novela. Es decir, que son elementos de una gramática compleja, legible, que integra redes diversas de poder: de la política, del mundo empresarial, de la policía, del ejército, etc.

1. La gramática como dispositivo.

Primero conviene definir qué entendemos por gramática y violencia y cuál es el vínculo que se establece entre ambos en la novela de Sada. En su libro ¿Qué es un dispositivo?, Giorgio Agamben retoma un “término decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault” (2014: 7) y aporta una interesante reflexión sobre la noción de dispositivo. Para el filósofo italiano, el término puede resumirse brevemente en tres puntos:

  1. El dispositivo es un conjunto heterogéneo que incluye virtualmente cualquier cosa, tanto lo lingüístico como lo no lingüístico: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. En sí mismo, el dispositivo es la red que se establece entre estos elementos.
  2. El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de poder.
  3. Como tal, resulta del cruce entre relaciones de poder y relaciones de saber (2014: 8-9).

Esta triple definición de dispositivo entendido como conjunto heterogéneo de elementos y cosas, como red estratégica inscrita en una relación de poder y como cruce o nexo entre relaciones, nos sirve para entender lo que nosotros buscamos definir como la gramática de la violencia en El lenguaje del juego; a saber: el conjunto de reglas, principios o normas (no necesariamente sintácticas, ortográficas o fonéticas) que confieren una lógica, o lo que es igual, que aportan un orden al fenómeno de la violencia. Lo que cuenta en esta novela ya no es tanto el juego con las palabras (la propuesta lúdica, carnavalesca, tan característica de la escritura sadiana) sino “el juego” entendido como un dispositivo propio y autónomo, una gramática; esto es, un lenguaje en el que se articulan y combinan diferentes elementos heterogéneos con una función estratégica siempre inscrita en una relación de poder.

La trama de la novela se puede resumir en unas pocas líneas argumentales. Valente Montaño es un bracero que ha intentado cruzar de manera ilegal la frontera norte en dieciocho ocasiones, hasta que finalmente logra reunir un capital modesto que le permite inaugurar un negocio (una pizzería) en su pueblo de origen, San Gregorio (topónimo que contiene y predice la sangre por venir). Valente se instala con su esposa, Yolanda, y sus dos hijos, Candelario y Martina, y desde el comienzo todos contribuyen a dinamizar el negocio en un lugar en donde prima la comida tradicional mexicana. El restaurante se convierte pronto en el escenario donde “colindan la normalidad de una familia típica y la anomia que representa la violencia producida por los diversos grupos delincuenciales que sucesivamente se instalan en el pueblo” (Sperling 2017: 129-130). La lucha o la disputa por la plaza de los narcos (en connivencia con el poder oficial) coincide con el “desmadre familiar” (Quintana 2017: 12) de los Montaño. Candelario abandona el negocio para integrar las filas del crimen organizado en donde se vuelve capo, mientras que Martina se fuga con un sicario que termina por asesinarla de manera brutal. Una vez más, como ya ocurre en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), la familia nuclear mexicana entra en crisis y se desintegra. Los padres abandonados (al igual que Trinidad y Cecilia) permanecen en casa tratando de entender su fracaso (que puede ser leído metonímicamente como el fracaso de toda una sociedad). Candelario, por su parte, tampoco vuelve (como no lo harán ni Papías ni Salomón) para reunirse con lo que queda de la familia: su fuga “culmina simbólicamente en la imposibilidad de afirmar la identidad individual y familiar en la clausura del relato” (Sperling 2017: 131).

2. Todas las familias (in)felices

“Los mexicanos somos una gran familia extendida…”

-Carlos Fuentes, Todas las familias felices.

Como en muchas otras novelas de Sada, la familia se erige en un potente topoï productor de sentido(s). Así lo prefigura el íncipit mismo de la novela, en donde nos encontramos con una estampa idealizada de los Montaño:

Primero la parsimonia. Sentado en un sofá anchuroso y sabiéndose dueño de su casa, Valente Montaño miraba a través de un ventanal las dispersiones del campo. Minutos más tarde invitó a su esposa Yolanda y a sus hijos Martina y Candelario a que le hicieran compañía. La señora se sentó a su lado mientras que sus hijos se mantuvieron de pie durante un buen rato. Así el cuadro familiar estuvo mirando pensativo como si los recuerdos bulleran a lo lejos: sí: como si algo empezara a redondearse. (Sada 2012: 11)

Esta imagen de unión, que nos reenvía a una estructura familiar clásica y patriarcal (todos se reúnen alrededor de la figura del pater familias), se va a ir desgastando, como apunta Cécile Quintana “hasta desaparecer totalmente, según un proceso destructor que inician los mismos hijos al desprenderse del núcleo familiar” (2017: 13). Primero será Candelario quien, fascinado por el éxito y el poder de los Zorrilla, y tras fumarse su primer cigarro de marihuana (símbolo de su desorientación ética) descarta regresar al “cobijo” de la familia. Así describe la escena imaginaria el narrador:

Pero ahora el retiro cabizbajo: ¿hacia dónde?: Candelario no quería remediar –con arrepentimiento de por medio – lo que a las claras le resultaba cómodo: ir a la casa nueva a buscar el cobijo familiar: sí: con el perdón cual buche nauseabundo: sí: el torpe simulacro de hincarse teatralmente y mírenlo, compréndanlo, vean su humildad sincera; se añade el menester de las explicaciones, prodigarse a la fuerza con enredos sin gracia, a bien de conseguir – de manera indirecta – que papá y que mamá se apiadaran de él sin hacerle siquiera la más tonta pregunta: mmm: de antemano esa treta quedaba descartada (Sada 2012: 39).

Vemos en este extracto cómo la teatralidad de la escena (en la que narrador implica al lector: “mírenlo, compréndanlo, vean su humildad sincera”), subraya “la distancia recorrida entre la normalidad inherente al “cobijo familiar” y el acto de transgresión cometido” (Sperling 2017: 138). Candelario integra pronto la narcocultura, un mundo con códigos sociales y culturales, o mejor, de reglas de juego propias: “la opulencia, el derroche, el consumo demostrativo, la transgresión, el incumplimiento de la norma, el machismo”, etc. (Ovalle y Giacomello 2006: 299). Un mundo con valores que simpatizan con la lógica despiadada del capitalismo; un mundo, en definitiva, en donde la ganancia, como escribe Cécile Quintana, está por encima de la vida (2017: 15), y el dinero fácil por delante del trabajo honesto y el sacrificio: “—Yo no quiero repetir lo que hizo mi papá: el andar de ilegal en el otro lado, rifándosela siempre…Fueron años de friega, de mucho sacrificio. Deducción al vapor: dinero fácil, o dicho de otro modo, vida de rico ¡ya!, sin contratiempos.” (Sada 2012: 51).

Esta oposición entre los valores del padre y los valores del hijo la volvemos a encontrar otra vez en un diálogo que este último mantiene con Virgilio Zorrilla (el papá de su amigo Mónico, un capo que, como en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera, es presentado por el narrador como el gran señor). El patrón quiere saber si Candelario estaría dispuesto a matar o morir por él: “Para ganar mucho dinero se necesita que seas muy valiente […] ¿Tú lo eres?, ¿estás dispuesto a todo?, ¿a matar y a que te maten?” (Sada 2012: 51), le pregunta el mayor de los Zorrilla. El juego aquí con la etimología (valiente-Valente) subraya, como escribe Sperling, “la contraposición de ambas generaciones” (2017: 139) de manera irónica, pues la valentía del narco —la muerte como ejercicio de soberanía, de necropolítica, (Mbembe 2006: 229)— nada tiene que ver con la de Valente, prototipo de personaje luchador (Sísifo) que invierte en la cultura del esfuerzo. Candelario responde afirmativamente a la pregunta del “gran señor” y la escena se termina con las ensoñaciones de este, quien, por su parte, ya se imagina la nueva “vida de rico”: “La nueva vida comprimida, vivirla a todo tren. Y la visión incrustada en el paisaje aéreo de lo más lejano y luminoso del día: los billetes cayendo del cielo. Oh figuración. El dineral desprendido de un gran árbol irreal.” (Sada 2012: 52).

De manera similar a Candelario, aunque no tan brutalmente, rompe Martina con la familia, “imantada al fin por los mismos modelos de lujo y supuesta independencia liberadora” (Quintana 2017: 17). Si bien el anhelo de Martina no es el dinero fácil “desprendido de un gran árbol irreal” (la promesa del narco) sino el deseo en la mirada del otro, un deseo que sea emancipador, que le permita escapar del yugo de la familia. Una escena en particular en la que Martina se maquilla frente al espejo es reveladora de su metamorfosis identitaria:

Arreglo frente al espejo…

Un repaso con recargo de rímel en las pestañas y más abajo el embarre de cacao cremoso puesto en los cachetes morenos. Máscara de emplasto pote, con pintureo de unas líneas ultrarrectas, sin doblez […] Así el gesto de Martina era una bestialidad, nomás por lo exagerado de pintarse colorida para ser vista por alguien que se quedara alelado y con ganas de besar esos labios carmesí, pelotones por carnosos, y pues a ver qué carajos resultaba para bien, porque atraer: ojalá, a un hombre bien valedor, uno que estuviera esbelto y entrara como si nada al negocio familiar a comerse alguna pizza y así como no queriendo: la conexión de miradas de ella y él: pausadamente: y el suspenso redondeado y luego ya los destellos de un deseo que se dispara hasta encontrar al azar el milagro del amor (Sada 2012: 87).

Como lo subraya Cécile Quintana, “Martina reproduce los moldes que cultiva el ámbito del narcotráfico en términos de representación y sexualidad femenina al servicio de los capos” (2017: 17). Así se lo hace saber su madre: “Te pintas la cara como se pintan las putas. Deberías ser más discreta en tu arreglo personal” (Sada, 2012: 87). Martina, de hecho, sigue el patrón de lo que significa ser mujer en el narcomundo, un sistema esencialmente machista, “donde se reproduce en forma caricaturesca el orden social instaurado artificialmente sobre la base del supuesto de la superioridad masculina” (Ovalle y Giacomello 2006: 300-301). Su contemplación en el espejo nos reenvía la imagen del mundo en el que está inmersa, y a las contradicciones de la cultura contemporánea. Martina encuentra la mirada que busca (la del deseo) en la figura de un asesino que la maltrata. Ahora bien, mientras que Candelario desaparece en el narco y queda atrapado en las razones de su cobardía, Martina es abandonada muerta en un barranco. Un triste final para la familia de los Montaño si tenemos en cuenta las expectativas que alumbraban el primer retrato de la novela. Valente y su esposa Yolanda, como Trinidad y Cecilia en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, deberán volver a empezar de nuevo, tal vez en otro sitio: sin los hijos desaparecidos, muertos, fugados. Esta vez no es un recado sino una bendición lo que nos deja la última frase del libro: “Candelario vislumbró fugazmente la imagen de sus padres, se atrevió a trazar una cruz en el aire como si los bendijera para siempre” (Sada 2012: 198).

3. El narco y el estado, primos hermanos

La familia Montaño no es la única que transita por El lenguaje del juego. Otras familias como la del narco y la del Estado, cruzan sus miembros, se aparean, se disputan, se protegen. El capo Flavio es “dueño de un territorio que bien podía llamarse feudo”, (Sada 2012: 116) y se ocupa de sus trabajadores como si fueran de su propia estirpe. También Ernesto de la Sota tiene sus trabajadores (hijos) que sirven para expandir “el negocio”, entre ellos Candelario. En “las fiestas de las balas” se disputan los territorios y cada familia trata de ganar una “plaza” nueva.

La retórica de la familia, como una forma de organización comunitaria e identitaria, se utiliza en México para designar algunos de los cárteles (los de Tijuana, Sinaloa, Ciudad Juárez, etc.). Aunque quizás la más conocida de todas ellas sea La Familia Michoacana creada en 2006 para expulsar a los Zetas (otra familia) y hacerse con el control de la región. “La única Familia bien avenida del país”, escribe Julián Herbert en Canción de tumba (2012), “radica en Michoacán, es un clan del narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas” (Sada 2012: 27). Para Cécile Quintana, esta retórica “sirve de estrategia mediática para cultivar la respetabilidad de los hombres que al fin se asumen como ricos empresarios y hombres poderosos como cualquier industrial, aunque el lenguaje del juego sea el crimen” (2017: 21). El narco o “señor feudal” (Sada 2012: 116) se presenta al público como un ejemplar padre de familia: “Tengo a mi esposa, cinco mujeres, cinco nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos; son hijas del monte, como yo […]”, confiesa “El Mayo” Zambada en una entrevista con Julio Scherer García para la revista Proceso (Scherer 2010: 9).

En Michoacán otra familia, La Gran Familia de Mamá Rosa, se hizo célebre después de que el 15 de julio de 2014, una sección militarizada de la Policía Federal hiciera una redada para intervenir sus locales, un albergue que acogía a niños huérfanos y jóvenes recién salidos del correccional que, al parecer, eran golpeados y explotados económicamente por la figura y la institución que se suponía debía protegerlos. En este caso no se trataba del narco, pero el episodio (bien teatralizado por los medios de comunicación) dejó claro su imbricación, su familiaridad, valga la redundancia, con el Estado. Así lo analiza Claudio Lomnitz:

A primera vista, pues, la familia de Mamá Rosa representa una alternativa familiar heroica a la incapacidad del Estado para gestionar los servicios sociales, ya que no se trataba ni de un orfanato, ni de un albergue, ni de una institución carcelaria, sino antes bien de una familia nacida del compromiso de una madre sin marido para con los pobres, apoyada por la comunidad local, ya fuera de manera espontánea o por vergüenza. De hecho, la familia de Rosa es una respuesta familiar y comunitaria a innumerables crisis menores de familias locales que generan huérfanos, niños de la calle o niños rebeldes que no podían ser refrenados por su parentela […].

Sin embargo, la apertura de La Gran Familia a una demanda en constante crecimiento socavó el ethos familiar de la organización. En primer lugar, porque se dio una imbricación cada vez mayor entre las instituciones de la familia y el Estado y, en segundo lugar, porque las prácticas de estilo familiar dentro de los confines de la organización se debilitaron. Estos dos factores supusieron un profundo desafío a lo que podríamos llamar la “fantasía de la familia”, ya que revelaron lo difícil que era afrontar las crisis de las familias michoacanas particulares a través de grandes fórmulas familiares. La realidad es que la crisis de muchas de las familias michoacanas más pobres no se puede resolver por completo mediante una ideología de la gran familia sustentada en la comunidad, incluso si está liderada por una figura de gran talento y serio compromiso como Mamá Rosa (2016: 30).

Si citamos largamente a Lomnitz refiriéndose a este episodio de gran repercusión mediática en México, o mejor, si convocamos este episodio de La Gran Familia de Mamá Rosa junto a otros ejemplos de organizaciones familiares (como la de los narcos), es para acentuar, en primer lugar, el uso frecuente y abusivo de la referencia a la Familia en el imaginario mexicano, como símbolo de organización social, pero sobre todo de protección frente al Otro. En segundo lugar, para poner de relieve, a su vez, la imbricación de estas familias con el Estado que, en su rol de padre providente, debería no solo representar sino proteger a sus ciudadanos. Y, en tercer lugar, para denunciar el vacío, las crisis de ambas instituciones simbólicas, familia y Estado, así como la connivencia entre-familias, la responsabilidad compartida (entre el narco y el poder oficial). De este modo, el narco deja de ser el enemigo abstracto (el gran Otro) a quién responsabilizar de la violencia del Estado y la sociedad civil, el receptor pasivo sobre el que recae el peso de dicha violencia. Visto de esta manera compleja, sin embargo, el narco queda enmarcado, como escribe Oswaldo Zavala, “dentro del Estado y la sociedad civil, (entre las familias de los) políticos, empresarios y policías, es decir, en la clara superficie de nuestra compartida esfera pública” (2018: 2472).

4. El lenguaje del poder

“¿Legalizar la droga? Más bien, desarmar al país. Ésa sería la mejor manera de atenuar la violencia en Mágico. Pero oh utopía.”

-Daniel Sada, El lenguaje del juego

El país, “Mágico”, no se desarma, ocurre más bien lo contrario. San Gregorio se militariza en El lenguaje del juego, se llena de armas, que es, al fin y al cabo, el verdadero lenguaje del poder. Primero son los narcos, “cuatro hombres empistolados”, (Sada 2012: 54) los que entran en la pizzería de Valente y dan muestra de la autoridad de las armas, al levantarse y pretender irse sin pagar:

¿A poco nos vas a cobrar, hijo de tu puta madre? […] ¿Qué es lo que quieres?, ¿qué te meta dos plomazos? Valente recula asustado y se queda […] mudo-atónito. Notoria inmovilidad de estatua. Estatuas también Yolanda y Martina. Estatuas los empleados. Estatuas los clientes. Mundo perplejo, sin aliento. Mundo: escoria. Ningún chasquido indiscreto. Parálisis mantenida hasta el momento mismo en que los sombrerudos abordaron su camioneta y arrancaron (Sada 2012: 55).

A este momento de “estremecimiento general” y “tono casi enlutado” le sigue una reflexión del narrador: “ése era el lenguaje del poder, así se hablaba desde arriba para amedrentar a los de abajo, que era un lodazal membranoso al que todavía había que ensuciar con palabrerío zanguango y luego con balas y muerte. Un enorme escupitajo” (2012: 55). Valente toma la iniciativa de ir a la Presidencia municipal a denunciar los hechos y allí le prometen que harán “algo transcendental al respecto” (2012: 56). Al día siguiente aparecen en San Gregorio: “Dos muertos. Dos espectáculos. Dos espantosas novedades […]” (2012: 57). Son los primeros de los muchos cuerpos decapitados “en cuelgue móvil: huy: de la rama de un roble” (2012: 57) que aparecen en la novela. El presidente de la localidad, Atanasio Contreras se lamenta airadamente: “¡Esto merece un castigo muy duro para los agresores! ¡Me las van a pagar, hijos de la chingada!” (2012: 57-58). El narrador, sin embargo, ironiza:

¿Lenguaje del poder? […] La neurosis heroica en busca de un montaje, un “cómo” que tal vez mañana mismo o “cuándo”. Cuanto antes Anastasio se comunicaría con el gobernador. Ojalá que le enviara al día siguiente un batallón cuantioso de soldados. Guerra, a final de cuentas, o formal protección. La gente agradecida, aplaudiría la sabia iniciativa y le tendría cariño a la tan comprensiva autoridad, a ese gran Atanasio que supo cómo hacerle en un caso de veras tan extremo (2012: 58).

Las hipótesis del narrador imitan (ironizando) el discurso oficial del expresidente Felipe Calderón en la realidad, al proponer la guerra (las armas) como única solución al conflicto. Sin embargo, la llegada del ejército a San Gregorio no sirve ni para combatir al narco ni para proteger formalmente a la población: “Ahora lo que hay que ver es lo que hace la gente del ejército durante veinticuatro horas. Su presencia transpone cierta relajación que está supeditada a un terror cotidiano siempre latente y turbio…Latente y turbio, por no decir baldío, o simplón o sin gracia.” (2012: 61).

De hecho, poco después de la partida del ejército, Atanasio Contreras, el presidente municipal, aparece asesinado en su casa y el narrador especula: “De seguro un corrupto policía mal pagado facilitó el contacto. O gente del ejército: bien cabría suponer. Sí, porque para colmo: ¡también a los guaruras los mataron! […] En fin: títeres que cayeron…” (2012: 70). Esta última frase da cuenta de la banalidad de la política, de la superchería de la democracia en “Mágico” (México), pues los títeres son suplantados rápidamente por otros títeres. Tras una guerra cruenta entre cárteles, Virgilio Zorrilla, el empresario y cacique local que también participaba en el “negocio” del narco, se ve obligado a exilarse a Estados Unidos con la llegada a San Gregorio de Flavio Benavides, el nuevo y flamante señor del feudo. Se llevan a cabo, entonces, nuevos cambios en la municipalidad. Así los presenta el narrador:

El alcalde interino se llamaba Juan Benito Colín, nombrado por…de acuerdo con…Ahora hay que revelar que el partido político en funciones fue el que le dio la venia para…pero también el nuevo capo intruso que se llamaba Flavio Benavides, venido de…a saber, pero quizá de un punto muy lejano…venido en avalancha con todo su poder (2012: 82).

Vemos aquí la importancia que cobran los puntos suspensivos en la poética sadiana pues en este caso los silencios, las elipsis, dicen más de lo que callan (nos dan a entender que el poder oficial, “el partido político en funciones”, sostiene al nuevo capo). Las familias se cruzan, el narco y el Estado gestionan, como si se tratara de una empresa, el futuro de San Gregorio. El lenguaje, en ese sentido, articula esa relación entre las partes, entre los miembros de diferentes familias, generando una gramática propia.

La realidad queda ‘resignificada’ por el lenguaje del poder: el de las armas, de la corrupción, el del crimen, el del nepotismo, el de la mentira, el de las decapitaciones. Un lenguaje, gramática pura de la violencia, que imposibilita y obstruye las condiciones necesarias de la política: la confianza, el diálogo, la trasparencia. En conclusión, un lenguaje falso, un simulacro, un “juego de apariencias” que, como no podía ser de otra manera en Sada, se convierte en un fatuo ejercicio teatral:

Digamos que la lucha por el poder local era un teatro sobradamente mentiroso. Digamos que, pasara lo que pasara, ganaría de calle el sistema ya conocido, el conservador, pues, digamos que la retorcida democracia era un juego de apariencias que servía de desahogo a las multitudes, pero cuya eficacia jamás sería la total transparencia deseada por quién sabe quiénes. […] La democracia era un juego, un simulacro, y esto tenía que ser más claro que el agua. También sería doloroso reconocerlo (2012: 151).

Cierto, el partido conservador gana: doloroso, y las frases del discurso victorioso de su candidato: “Hay que encender la llama de la esperanza” […] “La paz debe avanzar como las aguas mansas de un arroyuelo” no son más que “puras cursilerías escolares: de esas que se sacan de la manga las maestras regañonas y anteojudas…”, pero igualmente cierto es que, todo esto, como concluye el narrador sadiano, “también sería mordaz saberlo”, (2012: 152), aunque no sea para tomar consciencia y abrir las vías del cambio.

Referencias

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Zavala, Oswaldo (2018): Los cárteles no existen: narcotráfico y cultura en México, Barcelona: Malpaso Ediciones, [ebook].