Andrea Gremels y Susana Sosenski (eds.) (2019):
Violencia e infancias en el cine latinoamericano
Berlín: Peter Lang, 247 pp.
Reseña de Héctor Fernando Vizcarra
UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas
La academia latinoamericana, particularmente desde la segunda mitad del siglo XX, ha hecho del fenómeno de la violencia uno de los principales objetos de sus reflexiones. Sus representaciones en la ficción literaria, los procesos de restauración de las comunidades afectadas y las repercusiones sociales en los entornos violentos (generados, por ejemplo, por los Estados o por el narcotráfico) son motivo de discusiones, libros y actividades en el seno de las instituciones universitarias, en sus facultades y en sus centros de investigaciones en Ciencias Sociales y en Humanidades. Sin embargo, como lo sustenta el contenido del libro coordinado por Andrea Gremels y Susana Sosenski —generado dentro del marco de la investigación “Espacios para la infancia en la Ciudad de México, peligros y emociones (1940–1960)”—, la violencia específica contra la infancia requiere de aproximaciones orgánicas para dar una perspectiva integradora de los aspectos que la conforman —fenómeno de crisis aguda en América Latina, tal como se demuestra en algunas de sus producciones fílmicas.
Constituido por diez capítulos más la Introducción elaborada por las editoras, Violencia e infancias en el cine latinoamericano propone una amplia revisión de películas —de muy distinta naturaleza y temporalidad— que, ya sea de manera crítica, pedagógica o sensacionalista, acuden a personajes infantiles y adolescentes inmersos en contextos violentos: desde el ámbito familiar y el educativo, donde los menores son susceptibles de padecer violencia sistémica, hasta los casos extremos de prostitución, sicariato o militarización; los estudios exponen y diseccionan las condiciones adversas que se resumen así en la Introducción del libro: “En América Latina y el Caribe ocurren hoy la mitad de homicidios de niños y adolescentes en el mundo” (Gremels y Sosenski 2019: 7), estadística atroz que refleja claramente la pertinencia del conjunto de textos reunidos.
Si bien la filmografía de Luis Buñuel realizada en México, a excepción de El ángel exterminador, no suele emparentarse directamente con su faceta surrealista, varias secuencias de Los olvidados (1950) han sido estudiadas desde la perspectiva psicoanalítica debido a las inserciones oníricas de Pedro, uno de los niños protagonistas. “¿Surrealismo mexicano? Violencia e infancia en Los olvidados de Luis Buñuel”, de Andrea Gremels, aborda el film de mayores repercusiones sociales (al menos en México) del cineasta para establecer varias de las directrices y temáticas desarrolladas en los capítulos subsecuentes: reproducción cíclica de la violencia, economías precarias, debates éticos y, ante todo, reflexión sobre la desigualdad. A partir de tres categorías de violencia, directa, estructural y latente, Gremels analiza la transferencia de roles entre la víctima y el victimario infantiles. Una suerte de lógica autodestructiva que, en oposición y paradoja con los postulados del surrealismo, suprime la imaginación entre los niños que no tienen acceso a las ventajas de la urbe moderna en la que habitan; de lo cual se desprende la correlación, señalada por Buñuel, entre el entorno de pobreza y la generación de este tipo de violencia contra los infantes, quienes a su vez se ven autorizados para ejercerla. En este sentido, la lectura de Gremels sobre el surrealismo en Los olvidados no apunta hacia la estética audiovisual de la obra sino hacia la violencia latente que apela a los espectadores, quienes se ven confrontados por imágenes que cuestionan la inocencia infantil, la idealización de la figura materna y las políticas públicas sobre el progreso.
La problematización del desfase entre el discurso gubernamental y la realidad que opera en las dinámicas sociales se retoma en “O ‘problema do menor’ na tela: Pixote no cinema, meninos em cena”, donde se confronta el film de Hector Babenco con la serie de iniciativas y legislaciones instituidas por el régimen militar y dictatorial de Brasil durante la segunda mitad del siglo XX. Pixote, a lei do mais fraco (Babenco 1980) sirve como ejemplo de las representaciones en pantalla de los menores infractores que viven en las favelas, su reclusión en centros de detención y su desplazamiento motivado por la búsqueda de dinero entre dos grandes ciudades: Río de Janeiro y Sao Paulo. Para Silvia Fávero y Reinaldo Lohn, autores del capítulo, la película de Babenco cuestiona las políticas asistencialistas de integración de niños y jóvenes marginados (difundidas de forma masiva por la televisión y la prensa) que suponían una estrategia para ocultar y disimular el conflicto de los menores —apartándolos de su comunidad sometiéndolos a la violencia policíaca— y, sobre todo, para respaldar la propaganda oficial sobre el progreso brasileño de la década de los setenta.
Sicario (José Ramón Novoa 1994), cinta venezolana ambientada en la Colombia de los años noventa, es el objeto de análisis del tercer capítulo del libro. En él, Ronald Antonio Ramírez cuestiona el enfoque naturalista y determinista con el que algunas producciones fílmicas latinoamericanas intentan describir la marginalidad, el crimen organizado y la violencia entre los jóvenes en situación precaria. “Juego duro, vale todo: Sicario, cuerpo-residuo y compostaje de la violencia” evalúa dichas características de vulnerabilidad en Jairo, el personaje protagonista, en su ascenso en la escala del sicariato y en su condición de cuerpo desechable y reciclable dentro del engranaje de la economía del narcotráfico de la que participa. Pese a sancionar de forma positiva la mayor parte de los aspectos fílmicos de Sicario, el autor disecciona con ánimo crítico las perspectivas éticas adjudicadas a los personajes. Aduce que presentan descripciones de la acción criminal basadas en un determinismo social, incluso hereditario, para explicar el carácter sistémico de la violencia en los entornos marginados: justamente porque la violencia, en dichos espacios, es una de las pocas estrategias de supervivencia.
La reflexión sobre la espectacularización y el aprovechamiento de un temor difundido a mediados del siglo XX en México a través de los medios de comunicación guía el capítulo “Ladrones de niños: el secuestro infantil como espectáculo cinematográfico”, de Susana Sosenski. Para analizar la película de Benito Alazraki, la autora contextualiza la preocupación social por los robachicos, fenómeno característico en la época de mayor urbanización del país y motivo argumental de otros films de tono melodramático y moralizante. Según la autora, los personajes de Ladrones de niños (1958) reproducen estereotipos de narrativas de difusión masiva, como el villano despiadado, la mujer fatal, el cuerpo de policía inepto y el padre vengador; por lo tanto, según la hipótesis del capítulo, la obra no ahonda en los múltiples factores que provocan el secuestro de niños sino que resulta una suerte de enseñanza para padres, en un registro pretendidamente realista que apela al sentimentalismo de los espectadores mediante la pedagogía del peligro.
También de corte pedagógico, aunque producido bajo el auspicio de la Secretaría de Salubridad y Asistencia del gobierno mexicano, el cortometraje Pasos en la arena (Francisco del Villar 1960), mezcla de propaganda, ficción y didactismo, es analizado por María Rosa Gudiño desde las perspectivas del trabajo social, de la disciplina parental y del asistencialismo institucional. La investigadora se basa en la trama situada en una comunidad pesquera de los años sesenta para explicar el funcionamiento interdisciplinario de las clínicas mexicanas ante probables casos de maltrato infantil, el cual es tratado como un problema de salud familiar que requiere de la cooperación de las trabajadoras sociales y de los médicos especialistas (principalmente de pediatras y radiólogos) para su solución y prevención.
Laura Ramírez Palacio, en su estudio “Miradas dislocadas. El caso de La balada del pequeño soldado (1984)”, realiza uno de los ejercicios más completos del volumen en cuanto a la teoría cinematográfica integrada a una crítica social sobre un hecho concreto. Fundamentado en un documental de Werner Herzog y Denis Reichle sobre la incorporación de niños a las milicias contrarrevolucionarias de Nicaragua, el capítulo expone de forma detallada las condiciones de enrolamiento y adiestramiento de infantes de la etnia miskito para la conformación de grupos militares antisandinistas. También discute la repercusión del film dentro y fuera de Nicaragua, cuyas lecturas tomaron tendencias políticas y dejaron de lado el planteamiento central que ambos realizadores europeos propusieron al grabar el documental: la utilización de menores como soldados activos. Además de la puesta en contexto de estas polémicas, marcadas por las polarizaciones y los juicios desde las militancias tanto de izquierda como de derecha, la reflexión de Ramírez Palacio se enriquece gracias al recuento histórico de la percepción sobre las imágenes de los niños militarizados. Si bien se trata de un fenómeno todavía vigente, en la década de los ochenta no despertaba la misma indignación que en la actualidad, pues constituía parte de los discursos que pretendían generar solidaridad y empatía con ciertos movimientos armados.
Diana Marcela Aristizábal presenta un análisis comparativo entre dos películas situadas en Antioquia, Colombia; una en el entorno rural y otra en el urbano. Para la autora, ambas cintas registran las condiciones de violencia en la que los niños y niñas de dicha región transitaron durante los años noventa: prostitución, sicariato, desarticulación familiar y drogadicción. El punto clave que une ambas producciones, objeto también de cuestionamientos, es la distancia crítica que toman los dos directores (Víctor Gaviria y Carlos Arbeláez) para sostener la idealización de la infancia como una edad inocente, dependiente, vulnerable. Frente a esas premisas, “Los niños que se ven: una reflexión histórica sobre el cine, las infancias y las violencias en Antioquia: La vendedora de rosas y Los colores de la montaña” demuestra cómo una parte del cine colombiano reciente se ha ocupado de los menores en situación precaria no solo como asunto coyuntural, sino como herramienta de visibilización de una problemática mayor inherente al conflicto de narcotráfico, en particular desde la perspectiva de los niños afectados.
En otro sentido, partiendo de la distinción categórica entre el cine experimental y el cine industrial, “Acercamiento a la violencia y al sufrimiento en el cine mexicano de los años sesenta” de Israel Rodríguez, plantea la renovación del tratamiento de las experiencias traumáticas en la infancia en tres audiovisuales: En el balcón vacío (Jomí García Ascot 1962), En el parque hondo (Salomón Laiter 1964) y Tarde de agosto (Manuel Michel 1964) —las dos últimas basadas en cuentos de José Emilio Pacheco. Se trata de películas que, a decir del autor, reflejan aproximaciones que renuevan los estereotipos del cine mexicano de la Época de oro. Principalmente, por su contenido psicológico y su influencia de la nouvelle vague francesa, tanto en su propuesta estética como en su ejecución narrativa, y cuyo interés principal radica en entender el sufrimiento desde la mirada infantil y sus efectos en la vida adulta.
El volumen cierra con las experiencias de los niños en el contexto de las dictaduras en América Latina como temática principal de películas argentinas y chilenas, todas ellas filmadas en el siglo XXI pero que remiten a acontecimientos de las décadas de los setenta y ochenta. Un caso específico es la conformación de residencias en Cuba destinadas a recibir hijos de militantes de la resistencia contra las dictaduras del Cono Sur (“Montoneros”, en Argentina; Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en Chile). Las experiencias infantiles en estos sitios de acogimiento (Proyecto Hogar y Guardería) son examinadas por Eduardo Silveira Netto en “As ditaduras em Chile e Argentina e as experiências infantis em exílio: as memorias nos documentários El edificio de los chilenos (2010) e La guardería (2016)” bajo una óptica crítica que retoma los testimonios de quienes vivieron y crecieron en ambas instalaciones cubanas (incluidas las directoras de los dos films, Virginia Croatto y Macarena Aguiló), y considera que las declaraciones son emitidas y elaboradas por adultos que rememoran su propia niñez, lo que deja en claro el registro autobiográfico de las dos producciones (tanto en los documentos grabados como en la dirección cinematográfica). El estudio, por otra parte, logra dimensionar varios aspectos de los documentales en cuestión pues, además de considerar las violencias más visibles durante los regímenes dictatoriales (persecución, tortura, desaparición) y sus consecuencias en estos niños y niñas, también advierte los sentimientos de abandono que algunos de ellos experimentaron al ser recibidos en Cuba por sus “padres sociales” (es decir, padres sustitutos), situación que generaba vínculos de hermandad y de acompañamiento mutuo, pero también de toma de conciencia de haber sido afectados por decisiones ajenas a la suya.
El compendio realizado por Gremels y Sosenski abarca un espectro variado de largometrajes y cortometrajes de distintos países (con predominancia de aquellos cuyas industrias fílmicas están más consolidadas) y aporta discusiones relevantes a propósito de los ejes patentes en el título del libro. Pero también presenta herramientas para entender la violencia como una forma de relación sociocultural aún presente y, sobre todo, para demostrar que las producciones audiovisuales en Latinoamérica pueden denunciar, problematizar, confirmar e, incluso, refrendar dichas prácticas y discursos.