Reflexiones sobre el quehacer sociológico y la violencia urbana

Entrevista con Javier Auyero

Universidad de Austin, Texas, Estados Unidos

 

Entrevista realizada por Diana A. Silva (Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa) y Luis Emilio Martínez (Freie Universität Berlin)

Austin/Ciudad de México/Quito, Mayo 2018

 

Javier Auyero nació en Buenos Aires, es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y doctor por la New School for Social Research. Desde mediados de los años noventa trabaja en Estados Unidos y actualmente es profesor titular de la cátedra Joe R. and Teresa Lozano Long Endowed en sociología latinoamericana de la Universidad de Texas, Austin. Sus investigaciones se concentran en comprender el clientelismo, la acción colectiva, la cultura política, la violencia y la marginalidad.

En este número de la revista Crolar decidimos entrevistarlo para indagar sobre su quehacer sociológico y su diálogo con la producción académica norteamericana y latinoamericana. Además, conversamos sobre sus prácticas como científico social en Estados Unidos, sus estrategias de intervención en la esfera pública, y sobre su mirada etnográfica de fenómenos como el clientelismo y la violencia.

Luis Emilio Martínez (LEM): Javier, recientemente has publicado junto con el equipo de Invisible Austin un artículo en Qualitative Sociology Review donde participan del debate sobre la publicidad de las Ciencias Sociales. ¿Nos podrías explicar cómo se adentran en este debate y cómo se encuentra esta propuesta de Michael Burawoy lanzada hace más de diez años?

Javier Auyero (JA): Mira, la idea de Invisible Austin surgió a partir de un seminario que yo estaba dando sobre estudios de marginalidad y pobreza, con la intención –muy elemental si se quiere– de poner en diálogo las discusiones que hay sobre el tema en América Latina y en los Estados Unidos (EUA). En realidad, la discusión en EUA sobre marginalidad, pobreza o informalidad es muy parroquial, en el sentido de que prácticamente nunca hacen referencia a discusiones que ya llevan muchas décadas en América Latina. En el seminario estábamos leyendo textos unos en relación con otros, y como cuento un poco en la introducción del libro Invisible Austin, estaba esta especie de malestar entre los estudiantes, todos estudiantes de doctorado, sobre cómo se representaba a la figura del “pobre“. De alguna manera el pobre era reducido a un personaje, o era el trabajador sexual, o era el miembro de una banda, o era el crack dealer. Y este malestar confluye con nuestra lectura de –y con esto voy a contestarte la pregunta– La Miseria del Mundo de Pierre Bourdieu. Ese es el texto que en realidad inspira Invisible Austin, no tanto la agenda de Burawoy. Y digo esto porque yo estoy muy de acuerdo y suscribo la idea de una sociología pública. Pero para muchos de nosotros que estamos en los EUA, pero que venimos, hemos sido formados o hemos hecho nuestras licenciaturas en otros lados, la idea de que las ciencias sociales tienen que intervenir en debates públicos, pues no es muy novedosa. Yo mismo estudié sociología porque en realidad quería ser militante. ¡Bueno! Había que ir a la universidad, y entonces había que estudiar algo. Yo soy parte de una generación que pensó, al menos en algunos lugares de Latinoamérica, que las ciencias sociales tenían que intervenir en las discusiones públicas. Pero al mismo tiempo estaba la idea de defender, con mucha furia, una autonomía que, en algunos países en Latinoamérica, no se tenía. Entonces es en esa tensión –productiva creo yo– que se inserta el proyecto de Invisible Austin. La idea era una intervención pública, una especie de ciencia social pública, que fuese localizada. No en una especie de esfera pública nacional, sino una esfera pública muy local, como la ciudad de Austin, con temas que nosotros creíamos que teníamos que poner en la discusión pública: la desigualdad, la segregación, el sufrimiento que ocasiona la polarización de una ciudad.

LEM.: Pero la pregunta que surge es dónde posicionar ese discurso sociológico. En Invisible Austin lo hacen a nivel local, con los mismos personajes del libro, con la comunidad académica, pero también con el gobierno local. La cuestión es hacia dónde dirigir este discurso sociológico.

JA.: La esfera pública es una esfera muy diversificada. Entonces, ahí es una cuestión de grado: hasta dónde uno cree, quiere y puede llegar. Yo no anticipaba que el libro Invisible Austin fuera a ser leído en escuelas secundarias. Jamás pensé que un texto que yo editara o que publicara fuese material de discusión en escuelas secundarias. Y si me preguntas a mí hace quince o veinte años, cuando estaba mucho más influenciado por lecturas de Bourdieu, me hubiese parecido que la idea de un texto que fuese popular era en sí mismo un anatema. No me estoy arrepintiendo de lo que pensaba hace quince años, pero uno cambia. Ahora pienso que, si uno hace ciencias sociales de manera rigurosa, seria, sistemática, al mismo tiempo tendría que comunicar esos resultados, para que alguien de la edad que tienen mis hijos, dieciséis, diecisiete años –de hecho, los autores hemos ido varias veces a escuelas secundarias– o chicos de licenciatura puedan acceder a ellos y que se generen discusiones sobre cuán equitativa, cuán justo o cuán injusto es la desigualdad. Para decirlo de manera muy elemental: para que alguien que tenga diecisiete, dieciocho, diecinueve años deje de pensar que la pobreza es una falta en el carácter y empiece a pensar que es una cuestión estructural –cuestión que para ustedes dos, o para mí, es de sentido común–. Pierre Bourdieu decía que la sociología tiene que ser una scholarship with commitments. O sea, que uno tiene que hacerla con compromiso para romper con el sentido común. A mí no me parece una mala idea.

LEM.: A mediados de la década de los noventa, Phillipe Bourgois publicaba una extraordinaria etnografía sobre los marginales en la ciudad de Nueva York, en la que cuestionaba duramente los estereotipos académicos y “clasemedieros” de la underclass en Norteamérica, y abogaba por una posición crítica de las ciencias sociales frente al poder político y económico. ¿Qué recuerdas de este debate, y cómo lo viviste en el momento en que te estabas formando como investigador en los EUA?

JA.: Para quienes hacíamos o intentábamos dar nuestros primeros pasos como científicos sociales este libro fue fundamental. Fue un antes y un después, no sólo por lo que vos señalas, de ir en contra de ciertos estereotipos académicos o “clasemedieros” sobre los pobres o la cultura de la pobreza, si no por hacer una etnografía que fuese inspirada y muy informada teóricamente. Bourgois pone a funcionar esta idea, por un lado, la idea de capitales culturales, y por otro lado una especie de perspectiva más macro, de economía política. Y las junta para iluminar la vida de estos crack dealers en East Harlem. Pero además por la potencia de su narración. Este libro, junto al de Nancy Scheper-Hughes Muerte sin llanto, y los textos que empezaba a publicar Loïc Wacquant sobre boxeo, fueron centrales, al menos en mi trabajo, para redireccionar la idea de que se podía encontrar un universo social específico en dónde articular preocupaciones teóricas más generales. Pero también fue muy influyente en la etnografía urbana. Corrió la discusión e hizo una intervención muy fuerte en cierto culturalismo que todavía hoy existe. Culturalismo en el sentido de: “veamos la cultura de los pobres en términos de valores“ y que él rompe muy fuertemente.

LEM.: Podrías relatarnos un poco el contraste con las lecturas que traías de la Argentina. ¿cómo contrastabas estos dos cuerpos de literatura?

JA.: Es una pregunta bien interesante. Yo venía de hacer mi licenciatura en la Universidad de Buenos Aires, y al mismo tiempo de estar formando un grupo – que después se transformaría en una revista– con quién fue mi mentor en la Universidad de Buenos Aires (UBA), Lucas Rubinich. Con Lucas teníamos un grupo de estudio en dónde lo que hacíamos era leer a Richard Hoggart, E.P. Thompson, Raymond Williams o leer sistemáticamente a Bourdieu. Ahora puede sonar muy trillado o muy elemental, pero era algo que no se hacía en Buenos Aires. Entonces, yo estaba bastante familiarizado con la obra más teórica de Bourdieu, pero, y no me da vergüenza decirlo, en realidad creo que entendí a Bourdieu a partir de las lecturas de Wacquant y de Bourgois. Fue como una especie de doble traducción, empecé a entender que con Bourdieu se podía hacer investigación. Para decirlo en términos muy concretos: era como si Bourgois y Wacquant me bajaran a Bourdieu al terreno y me ayudaran a pensar cómo se podía hacer etnografía con y contra Bourdieu –en el sentido de pensarlo críticamente–. Y fueron los textos de Bourgois y de Wacquant los que me llevaron a mí a estudiar el clientelismo en el gran Buenos Aires. A pesar de que pudiera parecer contraintuitivo, la idea de que uno en una esquina, en un gimnasio o en un edificio pueda lidiar con grandes preguntas, no era obvia. Puede sonarles obvio a ustedes, pero no era obvio para mí hace veinte años.

LEM.: En aquellos años de tu formación en la UBA sucede un tipo de transición de una academia militante a otra donde se preocupan más por la autonomía del campo académico. Podrías relatarnos ¿cómo viviste ese desplazamiento y cómo impactó en tu práctica académica?

JA.: Antes que nada, quiero aclarar una cosa. No nos olvidemos que había lo que Lucas Rubinich llamaba una generación ausente en las ciencias sociales, que es la generación que básicamente desaparece, o la desaparece la dictadura. Entonces, vos tenés a gente que se había exiliado, muchos de ellos en México, o en Europa, como Portantiero, Nun, De Ípola, Aricó, aunque él no daba clases en ciencias sociales, –yo recuerdo haber tomado clases tanto con de Ípola como con Portantiero– y después estaba la generación mucho más joven de Rubinich. Pero muchos de sus contemporáneos, y de gente un poco más grande, no estaban, los había asesinado la dictadura, los había desaparecido.

Para nosotros, era empezar a hacerse otro tipo de preguntas, al mismo tiempo que se insistía mucho en cómo hacemos para adquirir, ganar y defender la autonomía del campo de las ciencias sociales. Era, si se quiere, empezar medio de cero. Porque había que crear instituciones, había que crear el Consejo Nacional de Investigación. Entonces todo era una especie de “combo“ que de alguna manera sí impactaba en el trabajo que hacíamos, porque –lo digo ahora medio con el beneficio de la distancia y del tiempo– uno tenía que de alguna manera justificar lo que uno estaba haciendo; para decir: “bueno, ven que esto tiene cierto valor para la discusión pública“. Y repito, era y es una tensión entre, por un lado, defender a rajatabla la autonomía, en el sentido de que no queremos que nos impongan la agenda sobre lo que tenemos que investigar. Pero por el otro lado, hacer ver que lo que investigamos debe de tener cierta relevancia pública. Yo no sé exactamente en qué estado está hoy, y me cuidaría mucho de hacer generalizaciones, pero en Argentina hoy se investiga en parte lo que quieren los investigadores, y en parte lo que financian agencias internacionales o lo que financia el Estado. Entonces, esa autonomía no se adquiere de una vez y para siempre, y siempre está amenazada. Por otro lado, tenés campos, como en EUA, donde uno puede, de alguna manera, en algunas zonas, de este espacio, investigar lo que uno quiere, pero el impacto que uno tiene en la discusión pública es bastante menor. Entonces, es esa tensión digamos.

Diana A. Silva (DAS): En el tema de la violencia yo creo que tú tratas de juntar dos tradiciones académicas que tienen vida propia: el campo de estudios sobre la informalidad y el de la violencia. A mí me gustaría saber cómo relacionas ambos campos de conocimiento.

JA.: Mirá, es una pregunta bien interesante. Yo llevé a cabo dos proyectos sobre violencia: uno sobre violencia colectiva, que fue un análisis, de alguna manera, sistemático sobre los episodios de violencia colectiva en el año 2001 en Argentina, sobre los saqueos y cómo, lo que aparecía como violencia colectiva espontánea, digamos, de alguna manera producida por situaciones de desempleo, de miseria, etc., no era tal, sino que esa violencia colectiva estaba muy sobredeterminada por dinámicas políticas, por la relación, digamos, entre mediadores políticos y dinámicas policiales. Ese fue el libro La zona gris. Cuando empiezo a trabajar el libro La violencia en los márgenes –te cuento esto no como una excusa, sino como contarte un poco la genealogía de ese libro– fui a hacer trabajo de campo a ese barrio que llamamos en el libro “Arquitecto Tucci”, no con la idea de estudiar violencia urbana, sino con la idea de replicar el estudio que había hecho en Inflamable sobre sufrimiento ambiental. En Inflamable uno abre la puerta de la casa y ve las chimeneas y el humo y escucha, digamos, las máquinas y los ruidos del polo petroquímico. Entonces fue que me acerqué a Arquitecto Tucci, que era un barrio en donde yo había militado hace muchísimos años con la idea de colaborar con alguien que era antropóloga pero que había nacido y se había criado en ese barrio. Años después empecé a llevar a cabo la misma colaboración con una maestra que yo conocía, que era amiga mía, en el barrio de Arquitecto Tucci, con la idea era estudiar sufrimiento ambiental. Ahí empleamos la misma estrategia con chicos de la escuela primaria, les dijimos: “bueno, hagan los dibujos de las cosas que les gustan y que no les gusta”, y lo que nos devolvían esos chicos no era tanto historias del medio ambiente, sino eran historias de tiroteos y de disputas domésticas.

A mí me costó mucho al principio porque estoy muy guiado con la idea de que el vector epistemológico va de lo teórico a lo real y que las decisiones sobre qué hay que investigar las toma uno y no vienen dictadas por un tema que está allá afuera, y me resistía mucho a la idea de redireccionar todo el estudio. Pero mi colaboradora me decía: “mirá, acá lo que le preocupa a la gente es que se están – decía ella– “cagando a tiros”. Me costó unos meses y admití que íbamos a estudiar otra cosa. Allí fue que me puse a estudiar el tema de violencia, no me da pudor decirlo. Puede sonar un poco populista en el sentido que investigo lo que está allí, o empirista. Pero me tomó mucho tiempo ponerme a tono con lo que se había dicho y lo que se había escrito sobre violencia interpersonal en zonas urbanas.

DAS: De acuerdo a una encuesta hecha en México, la familia es reconocida como uno de los espacios más violentos para los jóvenes hoy en día.

JA.: Quiero ser muy cuidadoso con esto porque generalizar a partir de un estudio de caso siempre es complicado. Lo que yo quiero hacer son preguntas sobre esa violencia. En un contexto como en México, por ejemplo, donde el Estado rutinariamente “traiciona lo que es lo correcto”, donde convive con el narcotráfico –y no estoy diciendo nada que gente como Luis Astorga no haya dicho–, en ese contexto, ¿por qué una familia va a recurrir a la policía cuando teme que su hijo esté por caer en una adicción o teme que su hijo se quiera transformar en un pequeño dealer? ¿Por qué va a recurrir a la policía si esa policía sabe que es cómplice con lo que está sucediendo? En ese contexto, en donde el Estado traiciona lo que es lo correcto no creo que sea descabellado pensar que la violencia se transforme en un comportamiento ético. ¿Qué quiero decir con esto? –y no lo quiero justificar ni defender– si yo no tengo a nadie a quien recurrir porque no hay centro de tratamiento, porque la policía está arreglada con los dealers locales en un barrio en particular, ¿cómo intento disciplinar o cómo intento controlar a mi hijo de trece años? No estoy justificando el ejercicio de la violencia física a un chico de 13 años, de ninguna manera. Lo que creo es que nuestra obligación como sociólogos es entender esa violencia. En el caso de Arquitecto Tucci vimos mucho de este tipo de comportamiento que al principio –y no me da vergüenza intelectual decirlo– no estaba preparado para entender. No podía entender la brutalidad, que, escuchábamos, sucedía en los hogares, porque reaccionaba desde mi sentido común de papá. Y no podía entender que alguien le pegara con semejante crueldad a un chico. Pensaba que era un ejercicio de crueldad, cuando en realidad la intención puede ser pensada como un ejercicio de protección.

DAS.: Allí es donde creo que puede ser interesante ese planteamiento, porque lo que uno escucha en el discurso público es lo contrario: Cómo esa violencia en la familia reproduce o potencializa esas violencias en lo público.

JA.: Creo que sí es difícil establecer estos mecanismos causales y nunca es unidireccional. Yo creo que habiendo escuchado muchas historias de frustración y de impotencia frente a hijos que literalmente se les van de las manos –y en eso sí rescato la mejor tradición del trabajo etnográfico que es escuchar y tratar de poner en contexto, no en base en una encuesta, sino a repetidas y sufridas escuchas– no creo que sean intentos de madres o padres por justificarse a sí mismos de por qué le pegan a los hijos, sino que son, de alguna manera, reclamos que hacen porque no pueden hacer otra cosa y en ese sentido uno podría pensar que, en realidad, la flecha causal va hacia el otro lado: que lo que el Estado está haciendo, dejando de hacer o haciendo de manera clandestina está ocasionando la violencia al interior del hogar.

DAS.: Ahora las violencias que se viven en nuestra región han transmutado. Ya no podemos hablar de conflictos bélicos o de dictaduras, sino que hoy vivimos una violencia bastante alta en términos numéricos. ¿Cómo podríamos repensar la categoría de violencia Estado en este contexto?

JA.: Mirá, a riesgo de anticipar algo que todavía estoy pensando, estamos escribiendo con una estudiante mía un libro cuyo título por ahora es El Estado ambivalente. Hacia el final del texto de La violencia en los márgenes hablábamos de un Estado contradictorio e intermitente. Un Estado que, por un lado, hace estos grandes despliegues de control y de movilización de ejército para controlar ciertas zonas y, por el otro lado, por debajo de la mesa si se quiere, de manera clandestina, coexiste y está profundamente imbricado con el funcionamiento de organizaciones criminales. Autores tan diversos como Jessop, Bourdieu o Tilly, ninguno de estos teóricos diría que el Estado es una organización coherente, unitaria, determinada con solo un proyecto, digamos. Bourdieu habla de campos dentro del Estado, del campo estatal, Jessop habla de polivalencia. Ninguno de estos teóricos diría: “bueno, la idea del estado ambivalente es una novedad”. Lo que yo creo que hay que pensar es cómo la ambivalencia del Estado se articula en territorios concretos. Cómo ese Estado es espacial y temporalmente ambivalente. En el mismo lugar, en un mismo tiempo, está actuando de manera ambivalente – ambivalente en el sentido de hacer dos cosas opuestas al mismo tiempo–. Y digo esto porque creo que con esa ambivalencia el Estado, con los niveles de violencia que se ven en ciertas zonas, es el proyecto que, quienes estudiamos violencia, deberíamos empezar a pensar más seriamente. América Latina, sacando zonas de guerra, es la zona más letal, medido por tasas de homicidios, del planeta. Pero mucha de esa violencia se ha desplazado y hoy lo que vemos es una violencia, no solo que ejercita el Estado, sino que es una violencia muy horizontal. Quizás estoy pecando otra vez de empirismo, pero buena parte de los homicidios y de los heridos en la zona donde yo hago trabajo de campo no son producto de la policía pegándole un tiro a un “pibe chorro”, sino que es un pibe chorro pegándole un tiro a otro vecino; o un vecino defendiéndose a punta de cuchillo de otro vecino, o sea, es una violencia más horizontal.

Eso no quiere decir –y esto me parece que es el desafío nuestro– que esté desconectado de lo que hace el Estado. Lo que quiere decir es que está conectado de otra manera. De alguna manera la violencia que ejerce el Estado –voy a decir una barbaridad, pero es una licencia– es más fácil, en el sentido que vos tenés policías matando chicos o el ejército invadiendo una zona, u otros desapareciendo a otros; pero conectar la violencia que hoy ejerce un vecino contra otro con lo que está haciendo o dejando de hacer el Estado me parece que es el proyecto científico social más desafiante, más difícil.

LEM. / DAS.: Javier, te agradecemos enormemente tus reflexiones, que sin duda serán de enorme interés para los lectores de este número de Crolar.