Wil G. Pansters (Ed.) (2012):
Violence, Coercion, and State-Making in Twentieth-Century Mexico: The Other Half of the Centaur
Stanford: Stanford University Press.


Carlos Pérez Ricart
Freie Universität Berlin


¿Cuánto hubo de violencia y coerción en el proceso de construcción del Estado mexicano en el Siglo XX? Esa es la pregunta central que articula la compilación de artículos escritos por una cohorte de historiadores, antropólogos, politólogos y sociólogos coordinados y convocados por Wil. G. Pansters. Cada uno de los once capítulos del libro hace contrapunto a la idea, más bien dominante en la bibliografía, de que la violencia proveniente del Estado o de grupos cercanos a éste debe ser entendida como fenómeno aberrante del sistema político mexicano. Por el contrario, en este libro, se propone que la violencia y coerción son, precisamente, ejes constitutivos del sistema: un prerrequisito para la institucionalización del régimen posrevolucionario.

El libro participa, cuando menos, en tres debates académicos de manera paralela. En el primero,sienta las bases mínimas para un debate teórico capaz de analizar críticamente los temas de violencia, coerción y construcción del Estado para el caso mexicano. En ese sentido, todo mexicanista debería sentirse convocado, o al menos interpelado, con lo escrito en los once capítulos que componen el cuerpo del libro.

En segundo término, la compilación ofrece una importante contribución a la discusión sobre el papel de la violencia en los procesos de democratización en América Latina en contextos de adopción de políticas neoliberales. A lo largo de varios de los capítulos se señala lo que otros ya han apuntado para el resto del continente: los procesos de democratización en América Latina no estuvieron acompañados de una disminución de la violencia y coerción. Por el contrario, la alternancia política provocó el desplazamiento, descentralización y – vaya paradoja – democratización de la violencia. A lo largo del libro se presenta evidencia empírica a este respecto.

Por último, el debate sobre la relación entre Estado, crimen organizado y sociedad. Ante el reto de interpretar aquella violencia que emana de actores ligados a las instituciones formales, en el libro se discuten, interpelan y ponen a prueba un conjunto de conceptos como son el de “violencia para-estatal” del mismo Pansters, “lado obscuro del Estado” [dark side of state] de John Gledhill, “áreas marrones del Estado” [brown areas of the state] de Guillermo O’Donnell, “zonas grises del Estado” [gray zones of the state] de Javier Auyero o “instituciones crepusculares” [twilight institutions] de Christian Lund. (La lista la hace Pansters en p.24). Si bien al editor y a sus contribuidores les interesa cómo esas zonas emergen, se expanden o se reducen en México, cualquier interesado en entender la nebulosa relación entre crimen organizado, Estado y sociedad en otras geografías, encontrará en el libro casos para el análisis, el contraste y la comparación.

Además de la introducción de Pansters y la conclusión escrita por Kees Koonings, el libro está compuesto por tres apartados que articulan, por partes iguales, nueve capítulos. El primer bloque –dedicado a los “pilares coercitivos del Estado”– lo encabeza el capítulo del historiador Paul Gillingham; en éste se cuestiona el carácter pacífico de la así llamada pax priista. Para hacerlo, Gillingham inquiere en el empleo de la violencia selectiva por parte de Crispín Aguilar – pistolero del líder regional Manuel Parra en Veracruz. La figura de Aguilar funciona como la del representante de la violencia para-estatal teorizada por Pansters en la introducción.

En su capítulo, Diana Davis describe el papel de la policía en las transformaciones políticas que van del periodo revolucionario a nuestra época. En extremo ambicioso, cumple el objetivo con poca fortuna; no por falta de destreza sino por límites estructurales: la falta de archivos disponibles. Cierra el primer bloque de artículos David A. Shirk quien trata el tema de la frontera norte como zona de ambigüedad y caja de resonancia de las crisis políticas del Estado mexicano.

El segundo bloque está dedicado a la “zonas grises del Estado”. En su capítulo, Alan Knight propone una exploración preliminar a la relación Estado-crimen organizado en el México del siglo XX; el historiador inglés logra desentrañar el papel mafioso de las estructuras estatales en la cadena de producción y exportación de drogas. Se echa de menos, sin embargo, una búsqueda más amplia por teorizar sus casos. Esa falencia la suple en su capítulo Mónica Serrano.

La académica mexicana analiza el vínculo entre el fin de las capacidades regulatorias del Estado y dos transiciones relevantes: la desarticulación del sistema de sustitución de importaciones, y los primeros brotes de alternancia política en el país. Lo que le sigue es un buen análisis de cómo la desarticulación de ciertos arreglos institucionales del sistema político modificó también la naturaleza del narcotráfico en México.

José Carlos Aguiar toca el tema de la “otra guerra” iniciada en los últimos años: el de la guerra contra la piratería – una serie de políticas públicas destinadas a proteger la propiedad legal e intelectual de productos de corporaciones transnacionales. El Mercado de San Juan de Dios en Guadalajara le sirve como sitio para su investigación etnográfica.

El tercer y último bloque de artículos versa sobre corporativismo, clientelismo y comunidades indígenas. Marcos Águila y Jeffrey Bortz analizan el uso de la violencia en la relación entre Estado y sindicalistas en dos momentos diferentes: la década de los años veinte y la de los años sesenta: son momentos en que el Estado se presenta de manera distinta y, en consecuencia, aplica la violencia de formas disímiles. En ambos casos, sin embargo, la conclusión es parecida: el uso de la violencia estatal no siempre fue legal, no siempre fue justa, y no siempre favoreció a los trabajadores.

En su capítulo, basado en algunas observaciones etnográficas realizadas en una zona cañera de Michoacán, la antropóloga Kathy Powell afirma que distintas formas de coerción y violencia son constitutivas a las relaciones de poder sobre las que se apoyan las relaciones de patronazgo; más aún, sostiene que en un contexto neoliberal, éstas se intensifican.

En la misma línea que Powell, otro antropólogo, John Gledhill, subraya, en su texto sobre la relación entre Estado y comunidades indígenas, cómo los discursos multiculturales aceptados desde el Estado ayudaron y ayudan a perpetuar situaciones de marginalidad y exclusión en comunidades indígenas – su trabajo etnográfico en Ostula, Michoacán, sirve como base a sus afirmaciones.

El excepcionalísimo mexicano – si lo hubo – ha terminado, concluye Kees Koonings. La violencia de hoy, como la de ayer, sigue siendo política y tiene consecuencias políticas. Ni la transición política ni la apertura económica contuvieron las lógicas del pasado; en muchos casos las profundizaron. En esa idea se capta bien el sentido de un libro urgente y recomendado tanto para el gran público como para especialistas. Esperemos que su aproximación transdisciplinaria, historicista y sin esencialismos haga escuela en la bibliografía que busca entender las bases sobre las que se asienta el Estado mexicano de hoy.