México, D.F.: Grijalbo, 229 pp. |
Reseñado por Kenya Herrera Bórquez
Universität Potsdam
No hay suficientes libros en México que analicen el papel de las
mujeres en el narcotráfico mexicano. En un intento de entender la
escalada de violencia en la que el país está inmerso y, además,
capitalizar el miedo y el morbo que produce en los lectores, a
partir de 2006 aparece un boom editorial de publicaciones sobre
narcotráfico en México. En su mayoría, son textos de corte
periodístico de calidad desigual. Los mejores de ellos, proveen de
ventanas para observar la realidad nacional como Las Fronteras del
Narco de Sanjuana Martínez o La Guerra de los Zetas de Diego
Osorno, los otros, recurren más sensacionalismo que al ejercicio
investigativo.
Muy pocos de estos textos tratan sobre historias femeninas. Quizá
una de las excepciones más notorias sea la entrevista de Julio
Scherer a Sandra Ávila Beltrán, La Reina del Pacífico: llegó la
hora de contar. Sin embargo, aunque la protagonista del texto sea
una mujer, no quiere decir que éste tenga una perspectiva de
género. Este es el problema también de Las Jefas del Narco.
Para poder explicar por qué asevero esto, parto de la idea de que
la perspectiva de género es una categoría analítica que se
sostiene en la premisa de que las cualidades atribuidas a los
sexos son construcciones sociales y culturales determinadas en
términos históricos. Estas cualidades artificiales naturalizan y
justifican la inequidad y el poder asimétrico entre sexos en todas
las dimensiones de lo social. Un análisis desde esta perspectiva
busca desestabilizar las creencias preconcebidas sobre el género y
visibilizar las desigualdades y las dinámicas de poder en las
interacciones humanas y en las instituciones sociales.
El libro Las jefas del narco. El ascenso de las mujeres al crimen
organizado es una compilación de textos coordinado por el Dr.
Arturo Santamaría, catedrático de la Universidad Autónoma de
Sinaloa [UAS]. Los textos de los nueve capítulos son en su mayoría
trabajos derivados de tesis de alumnos y alumnas de la UAS,
algunas concluidas, otras en proceso y la colaboración de
periodistas como Gabriela Soto y Mayra Arredondo.
Cada texto aborda historias de mujeres que han tomado un papel de
fuerza dentro de las redes del narcotráfico. Hay entrevistas a
mujeres que tienen roles de mando en las organizaciones, mujeres
que han crecido en familias que durante generaciones han
participado del mercado ilegal de drogas o de mujeres que están en
la cárcel por delitos contra la salud. La premisa del libro, que
Santamaría delinea en la introducción, es que los capítulos hablan
de una feminidad emergente en la narcocultura, donde las mujeres
abandonan la sumisión que caracteriza al estereotipo tradicional
de la mujer mexicana y adoptan lugares de mando y conductas
enérgicas, incluso violentas, que antes estaban reservadas para
los hombres. El coordinador asevera que es un volumen con enfoque
de género, esto es, la perspectiva de género es un eje de análisis
en todas las contribuciones y que una de las fortalezas
principales de los textos es que están fundamentados en trabajo de
campo: observación participante, etnografía y entrevistas, nos dan
un acercamiento al mundo de estas mujeres que pocos trabajos
anteriores pudieron proveer.
Habría que dejar claro que los textos de esta compilación no son
académicos. Aunque están basados en investigaciones académicas,
cada capítulo se ha editado de tal manera que no incluye citas,
quizás con el fin de que se convierta en un texto de divulgación
para un público amplio. El asunto es que al editar de esta manera,
se opacan los argumentos de los autores y autoras y abre la puerta
a especulaciones y confusiones. Por ejemplo, cuando Muñoz y
Alvarado en el capitulo Las Buchonas: las mujeres de los narcos
aseveran que: «de acuerdo con la neuroplastia, su cerebro no está
adaptado para aprender, sino acondicionado para buscar estímulos
positivos» (108), no queda claro cuales son las fuentes que
presentan evidencia de que estas mujeres no desarrollan las redes
neuronales que permiten el aprendizaje. ¿Habrá trabajos en
neurociencias al respecto? Leer la sección de fuentes de este
capítulo despierta aún más dudas: es una lista de nueve sitios de
web, ocho de ellos son blogs fotográficos y ninguno de algún/a
neurocientífico/a.
Este ejemplo ilustra los dos problemas fundamentales de este
volumen: no tiene perspectiva de género y el trabajo investigativo
en varios de los capítulos es débil. Desde el desafortunado
prólogo, escrito por Rafael Molina, queda claro que la
representación de las mujeres en este libro tiene tintes
esencialistas y sexistas. Molina explica el ascenso de las mujeres
en las filas del narco gracias a su «coquetería innata» y su
«esencialidad carismática» (16). Desde ese texto comienza el trazo
de la caricatura de la mujer sinaloense que se reproduce de manera
constante a lo largo de los diferentes trabajos. Convendría
recordar entonces, que desde una perspectiva de género, habría que
aspirar a deconstruir los esencialismos culturales que sostienen
los estereotipos masculinos y femeninos, pero ninguno de los
textos siquiera lo considera, incluso sus argumentos se sostienen
en estereotipos sexistas y regionalistas. En ciertas secciones,
los comentarios son claramente misóginos, como cuando Molina usa
el término «narcobizcochos» (25), o en el lamentable comentario
anterior de Muñoz y Alvarado.
Los textos que conforman el trabajo del doctor Santamaría, tienen
el valor de provenir de trabajo de campo, en un ámbito social y
cultural muy peligroso y creo que esa podría ser una de sus
fortalezas. Conocer de primera mano cómo son las vidas de las
mujeres y los hombres que viven y mueren dentro de las redes del
narcotráfico es una aportación necesaria para entender el México
contemporáneo. Por desgracia, en estos textos en particular, la
información que presentan es más que nada anecdótica y
descriptiva. Por ejemplo, en el trabajo de José Carlos Cisneros
Guzmán Las tres jefas, se reduce a la transcripción de tres
entrevistas con preguntas de un alcance muy corto. No hay ningún
tipo de discusión, ningún tipo de análisis; en el último, de Jorge
Abel Guerrero Velasco, intitulado Territorio Chapo, es la
etnografía de una comunidad de la sierra sinaloense donde la
mayoría de la población se dedica al tráfico de drogas. Aunque el
material que el autor recopiló en su observación tiene elementos
ricos, se lee como una crónica y no como un trabajo académico. No
hay reflexión, sólo narraciones.
El auge editorial de temas sobre narcotráfico mexicano refleja la
necesidad de los lectores de conocer y entender qué está pasando
en el país. México vive en la zozobra, en medio de expresiones de
violencia inauditas que han rebasado al gobierno y a la sociedad
civil. ¿Cómo llegó el país a esto? ¿Cómo se camina hacia otro
lado? En este sentido, la academia tiene dos retos fundamentales:
producir investigaciones de calidad que puedan dar cuenta de las
complejidades de la condición sociocultural de México y producir
textos para un público más amplio, que sean amenos e informativos,
sin perder el rigor y la claridad. Por desgracia, este tipo de
trabajos, ni esclarecen, ni explican, ni ayudan. Al contrario,
alimentan los estereotipos y opacan las posibilidades para
comprender y reflexionar juntos sobre las mujeres y los hombres
que participan del crimen organizado, y para entendernos como
ciudadanas y ciudadanos de un país en ruinas.