Edelberto Torres-Rivas (2011) Revoluciones sin cambios revolucionarios. Ensayos sobre la crisis en Centroamérica Guatemala: F&G Editores, 499 p. |
Reseñado por José Luis Rocha Gómez
Institut für Soziologie, Universität Marburg
Revoluciones sin cambios revolucionarios es un libro que condensa muchos años de reflexión sobre las formaciones sociales centroamericanas, los procesos de modernización, los movimientos insurreccionales con aspiraciones revolucionarias y la cosecha de no menos de tres décadas de intentar cambios en las estructuras sociales a punta de metralla. Su recorrido abarca desde las raíces coloniales del poder oligárquico hasta las frágiles democracias de la posguerra, pero se concentra con mayor detalle en las décadas de los 50 a los 80. El curso del análisis es salpicado aquí y allá con extensos excursus que muestran las tomas de posición del autor y horadan en los grandes dilemas de las luchas revolucionarias y la reflexión que las acompaña, estimula o interpela: ¿era imprescindible una revolución democrático-burguesa como antesala de la revolución socialista?, ¿la insurrección fue una consecuencia o una causa agudizante de la represión militar?, ¿qué produjo más violencia y entorpeció más la revolución: el terror estatal o el terror rojo?, ¿era posible lograr el cambio sin recurrir a las armas?, ¿la guerra era la estrategia adecuada y fue emprendida en el momento idóneo?
La respuesta de Torres-Rivas a estas últimas preguntas no podría ser más desalentadora: “La voluntad frente a los hechos nos colocó, sin saberlo, a contrapelo de la historia. Fuimos revolucionarios a destiempo (…) Objetivos reformistas con actores armados y ánimo radical, nadando contra el flujo predecible de la corriente, de la dirección en que se movía el flujo universal de la historia” (251). La revolución cubana marcó el fin de la era de las revoluciones. Con su triunfo desaparecieron del contexto internacional las condiciones de posibilidad de futuras revoluciones. Pero persistían las condiciones que alentaron las luchas: oligarquías medianamente transmutadas en burguesías industriales y comerciales, parapetadas tras sistemas semifeudales que sólo podían ser mantenidos por un juego político antidemocrático, racista y crecientemente apoyado por el militarismo. La paradoja de los insurrectos centroamericanos es terrible: libraron una lucha imprescindible, pero en el tiempo de los imposibles: “En Centroamérica la revolución fue inevitable, en el resto del mundo, ya era imposible” (252). La revolución fue más necesaria cuando más imposible. Y aunque los objetivos reformistas hubieran podido ser alcanzados por una revolución democrática, el método armado y la retórica incendiaria arrastraron hacia una pretensión imposible: cambiar el sistema. La historia pasó la factura, porque no se cambió el sistema ni se alcanzaron los objetivos demoburgueses de libertad, democratización institucional, modernización y ensayo de otros modelos de desarrollo. Los guerrilleros terminaron en la mesa negociadora dejando a un lado sus ambiciosos objetivos iniciales y aceptando el orden burgués: “Las izquierdas centroamericanas ‘hicieron la revolución’, pensando en el Che que la Harnecker popularizó, sin obtener cambios revolucionarios. Ni siquiera la democracia política, liberal, salió de allí” (252).
Este tono de desaliento recorre el libro, y es apenas amortiguado por las eruditas disquisiciones —en diálogo con muchos de los más destacados científicos sociales— sobre el Estado —recuperado como eje central del análisis, en consonancia con el enfoque de Theda Skocpol—, la oligarquía, la diferencia entre ideología y mentalidad, los procesos de modernización y la idea de raza, entre otros conceptos imprescindibles para explicar la Centroamérica de ayer y hoy. El aparataje conceptual no logra impedir que asome el pasado del autor, el Edelberto Torres-Rivas que fundó la Alianza de la Juventud Democrática, uno de los bastiones sobre los que se apoyó el acosado gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala. Aun a riesgo de incurrir en la falacia ad hominem, insisto en que una de las claves de lectura de Revoluciones sin cambios revolucionarios es el papel que su autor jugó en el gobierno de Arbenz, cuya debacle lo convirtió en un exiliado, como lo fue su padre —el biógrafo de Augusto C. Sandino—, perseguido por el primer Anastasio Somoza, fundador en Nicaragua de una dinastía que duró más de 40 años. No es gratuito que la frase con la que Torres-Rivas coloca una lápida sobre los procesos revolucionarios centroamericanos aluda al Che Guevara, símbolo del voluntarismo revolucionario armado, pero también amigo entrañable de su familia y asiduo de las tertulias familiares que convocaban a lo más granado de la intelectualidad de izquierda. Ese Torres-Rivas que en los 50 hacía la revolución, 60 años después piensa la revolución y la somete a su escalpelo de sociólogo para extraer una conclusión que, aunque teñida por el desencanto personal, no deja de ser cuestionadora. La pregunta aquí es: ¿los revolucionarios de ayer y siempre le perdonarán el terrible corolario de su conclusión: tanta sangre derramada en vano, por una ilusión a destiempo y por un método inadecuado?
Las conclusiones pesimistas son sostenidas por un rigor analítico y una comprehensiva visión longitudinal que no tiene paralelo en la literatura sociológica de la región centroamericana. Pero precisamente esta fortaleza está vinculada a su nada despreciable debilidad. El análisis de Torres-Rivas, para conseguir ese vuelo de largo aliento, se basa fundamentalmente en las celebridades de las ciencias sociales que desde las atalayas de las academias de los países industrializados se han ocupado de Centroamérica. Es notoria la ausencia en su bibliografía de obras y autores centroamericanos que han trabajado directamente los mismos temas o aspectos tangenciales que enriquecerían su argumentación con testimonios, datos estadísticos y enfoques con el polo a tierra que sólo emanan del trabajo minucioso y los métodos etnográficos. Esta carencia no tiene importancia sólo por un prurito de tercermundismo epistemológico —importa la visión desde el Sur y la descolonización del conocimiento— o por evitar ser un arm-chair sociologist, sino también por sus efectos sobre los ejes analíticos. La visión macroestructural de Torres-Rivas trabaja sobre grandes agregados. No consigue enfocar importantes actores de la Centroamérica de ayer —y mucho menos de la de hoy— y sus múltiples estrategias (los grupos pentecostales y neopentecostales, las pandillas, los migrantes, los narcotraficantes) lo cual cuando menos siembra la duda en torno a si no se le habrán escapado cambios dignos de ser consignados, cambios que quizás no sean revolucionarios —según su exigente definición—, pero que nos cuenten otras historias con diversas moralejas. El aparataje analítico y bibliográfico que eligió supone una conceptualización del cambio social que no toma en cuenta —por poner un solo ejemplo— la revoluciones rizomáticas de las que nos habla el sociólogo Manuel Castells y otras modalidades de cambio donde el protagonismo no corresponde a líderes ni a grandes organismos, sino a los hombres concretos, comunes y corrientes, desprovistos de ideología y huérfanos de padrinos institucionales. Con otro ánimo Torres-Rivas quizás debió prestarse oído a sí mismo que, en tanto hacedor y no sólo pensador de la revolución, tiene mucho que decir. Quizás porque desde el inicio del libro Torres-Rivas da una definición de los movimientos revolucionarios que pauta su análisis e impone excesivas exigencias sobre los hombres concretos que los intentaron llevar a cabo: “entendemos por revolución el movimiento social que triunfa e introduce en el Estado y la sociedad transformaciones básicas y lo hace en un medio internacional que le es relativamente favorable” (17).