Manuel A. Solís Avendaño (2012) Memoria descartada y sufrimiento invisibilizado: La violencia política de los años 40 vista desde el Hospital Psiquiátrico San José: Editorial Costa Rica, 743 p. |
Reseñado por Ernesto Aguilar Carvajal
ZI Lateinamerika-Institut, Freie Universität Berlin
Aunque la obra de Manuel Solís venía trabajando el tema de la memoria histórica desde su libro La identidad mutilada (1998), fue en Institucionalidad ajena: los años cuarenta y el fin de siglo (2006) cuando abordó el tema más directamente relacionado con la revolución del 48 en Costa Rica. Este acontecimiento constituyó el inicio de la Segunda República y la implementación de las reformas que modernizarían el Estado bajo un modelo interventor. Este episodio, nos diría, es clave para comprender la historia costarricense del último siglo, marcada en la paradoja de las reformas gestadas a través de una violencia política innecesaria, a pesar de una identidad costarricense discursivamente construida como pacífica.
En Memoria descartada y sufrimiento invisibilizado (2012, Premio Aquileo J. Echeverría en Historia), el autor profundiza su reflexión en torno a estos asuntos usando como ventana el Hospital Psiquiátrico y la enfermedad para, a través de la reivindicación del sufrimiento, reconstruir el tejido social sobre el que fue posible el brote de la violencia y la “tragedia” (14) con sus “mimetismos malévolos” (17). Estos conceptos son claves para entender cómo los vínculos y la interacción entre sujetos en ese tejido llevaron a una escalada sin precedente de las agresiones, en la cual los otros cercanos físicamente se convirtieron de repente en la encarnación del mal, y por tanto, en enemigos a muerte.
Para lo anterior, el libro explora “los expedientes médicos de la época conservados en el Hospital Nacional Psiquiátrico” (xxiii). El resultado es un “ensayo exploratorio de once capítulos, agrupados en cuatro partes” (xxviii): la primera parte constituye un levantamiento de problemas desde la información testimonial; la segunda parte inicia la exposición de algunos de los hallazgos; la tercera parte hace hincapié en el tejido que conectaba el malestar privado y social con las luchas políticas y la institucionalidad hospitalaria; y la cuarta parte se ocupa de las repercusiones de los eventos narrados hasta nuestros días.
El autor reconstruye, con su narración, un cuadro que habla de las complejas relaciones entre lo subjetivo y lo político, entre lo privado y lo público, para entender porqué no se puede explicar el acontecimiento sin contemplar el trasfondo mayor de una cultura política en la cual, el poder político se ejerció de la misma manera que el poder del patriarca en la familia. La Costa Rica del siglo XX se asienta sobre valores patriarcales que encuentran un correlato en el caudillismo político y que establecieron formas de interacción que fueron terreno fértil para la enfermedad en los sujetos y la violencia en el escenario político. Éstás últimas suponen dos manifestaciones de un mal común que se propaga en el tejido social y que encuentra en la revolución un episodio cumbre, donde los síntomas se manifestaron más fuertemente que nunca dejando una estela de silencio apenas rastreable empíricamente. La resolución de aquel episodio supuso una serie de acuerdos de poder que propiciaron el olvido. La enfermedad y la violencia política fueron enterradas con un acuerdo que posibilitó la continuidad del mito costarricense de la paz. Lejos de enfrentar el acontecimiento traumático, esto supuso su supresión. La revolución del 48 en la memoria social reconstruye un cuadro idealizado que descarta el sufrimiento, haciendo difícil no sólo entender ese pasado, sino entender los problemas contemporáneos de la sociedad costarricense como una continuidad del mismo.
El trabajo de Solís ha abierto líneas de interpretación y análisis que han posibilitado una comprensión distinta de los acontecimientos, enfrentado a la narración épica de la historia oficial que habla de caudillos visionarios y que invisibilizó la violencia política. Discutiendo con las lecturas privilegiadas dentro del debate académico: la que recreó al 48 como una confrontación entre concepciones políticas distintas, aun cuando las mismas pudieron, más bien, pensarse como complementarias; o la que explicó el conflicto como una lucha social dentro de un marco estructural-clasista, la cual se queda corta frente a la singularidad histórica del proceso. El análisis de Solís se construye de personajes que logran crear una mayor cercanía y una mayor profundidad, agregando una dimensión emotiva. La revolución del 48 que reconstruye logra presentar “más allá de los eventos políticos e institucionales duros”, la “trama de relaciones, interacciones y vivencias aparentemente menores que adquiere nuevos significados cuando se relaciona con las prácticas colectivas más firmes y decantadas” (xxv). Al hacer eso, reconstruye un cuadro sin el cual una gran parte de la historia se habría mantenido en la oscuridad.
El libro brinda una versión sobre un episodio violento, como muchos otros en América Latina durante el siglo XX, con la cual no solo cualquier costarricense sino cualquier latinoamericano podría identificarse. Sin las prácticas de la familia patriarcal, con sus roles de masculinidad y feminidad; sin la llamada “tendencia endogámica de la sociedad del café” (650), mediante la cual las élites oligarcas se garantizaron la reproducción de sus privilegios y su estirpe; y sin el etilismo, síntoma omnipresente en los expedientes, es imposible entender la enfermedad psiquiátrica, pero lo es también entender lo escenificado en la esfera política. Estas prácticas son una parte integral de los sujetos que actuaron o se representaron de diferente manera en el escenario social y en el conflicto político, sus actuaciones no pueden desprenderse de ello.
El sujeto privado y el político se tocan, el cuadro presenta una serie de bordes donde el episodio de violencia política se vincula con la violencia familiar, el sufrimiento y el dolor de la enfermedad. Dentro de ese cuadro, las instituciones como el Hospital Psiquiátrico ayudaron a dibujar esos bordes, fueron portadoras y reproductoras del espíritu de su tiempo y de esas mismas prácticas tan arraigadas al contexto cultural. En el cuadro institucional, el acontecimiento violento es descartado sistemáticamente de los expedientes psiquiátricos, ayudando a construir el silencio y haciéndose cómplice de una forma de entender el mundo y la política, y en esa medida, colaborando en la perpetuación de formas de reproducir el poder que llegan hasta nuestro tiempo.
El análisis recrea un cuadro formado de retazos sugerentes algunos de ellos con más respaldo empírico que otros, responsablemente delimitados por el autor. En ese sentido, los vacíos que deja la información son llenados toda vez con preguntas tentativas que invitan a la imaginación a pensar en la posibilidad, en la contingencia de la realidad retratada y de las acciones de los sujetos envueltos en el acontecimiento. En esos momentos, la obra se convierte en un ejercicio científico arriesgado que reconstruye con la mayor precisión posible los riesgos interpretativos asumidos, pero es ahí paradójicamente, donde algunos podrían encontrar una debilidad en el texto. Los lectores que busquen interpretaciones apegadas al material empírico pueden encontrar, en algunas interpretaciones posibles abiertas por el autor, un ejercicio demasiado creativo de la imaginación sociológica. No obstante, este elemento puede convertirse también en una fortaleza, en la medida en que ayuda a completar un cuadro que se construye precisamente a partir de silencios y olvido, dándole a la narración la posibilidad de desplazarse rigurosamente por un material limitado y alimentándolo, al mismo tiempo, con versiones tentativas pero plausibles de aquello que permanece oculto. En este punto, el autor cumple con señalar cada vez que toma riesgos, elaborando en ese espacio sugerente de aquello que es posible decir y aquello que es necesario preguntar o imaginar. El texto plantea en esa medida un problema sociológico fundamental con respecto al tema de la memoria y el análisis histórico: las posibilidades de decir en lugares donde sistemática o reactivamente la historia y los testimonios han dejado de decir.
En esa medida, el libro está dirigido no sólo a un público académico, sino a quienes estén interesados en revisitar el pasado como una fuente de preguntas que permitan comprender el hoy. La frase de Hannah Arendt con que inicia el libro muestra esa invitación a la comprensión como “modo específicamente humano de vivir” y de “reconciliarse con el mundo en el que se ha nacido”.